Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Con el título: Le Vieux-Neuf (Lo Viejo Nuevo), el Sr. Édouard Fournier ha publicado en Le Siècle (El Siglo) –hace unos diez años– una serie de artículos tan notables desde el punto de vista de la erudición, que interesan bajo el aspecto histórico. Al pasar revista a todos los inventos y descubrimientos modernos, el autor prueba que si nuestro siglo tiene el mérito de la aplicación y del desarrollo, no tiene –al menos para la mayoría– el de la prioridad. En la época en que el Sr. Édouard Fournier escribía estos cultos folletines, aún no era planteada la cuestión de los Espíritus, sin la que no hubiera dejado de mostrarnos que todo lo que sucede no es más que una repetición de lo que los Antiguos sabían tan bien y quizás mejor que nosotros. Por nuestra parte lo lamentamos, porque sus profundas investigaciones le hubiesen permitido sondar la antigüedad mística, como ha sondado la antigüedad industrial; formulamos votos para que un día él dirija hacia ese lado sus laboriosas investigaciones. En cuanto a nosotros, nuestras observaciones personales no nos dejan ninguna duda sobre la antigüedad y la universalidad de la Doctrina que nos enseñan los Espíritus. Esta coincidencia entre lo que ellos nos dicen hoy y las creencias de los tiempos más remotos son un hecho significativo de un alto alcance. Entretanto, haremos notar que si encontramos por todas partes los vestigios de la Doctrina Espírita, en ninguna parte la vemos completa: parece haber sido reservado a nuestra época coordinar esos fragmentos esparcidos entre todos los pueblos, para llegar a la unidad de principios por medio de un conjunto más completo y sobre todo más general de manifestaciones, que parecen dar razón al autor del artículo anterior sobre el período psicológico en que la Humanidad parece entrar.

Casi por todas partes la ignorancia y los prejuicios han desfigurado esta doctrina, cuyos principios fundamentales son mezclados con las prácticas supersticiosas de todos los tiempos, explotadas para sofocar la razón. Pero bajo este montón de absurdos germinan las ideas más sublimes, como preciosas semillas escondidas bajo las malezas, sólo esperando la luz vivificante del Sol para emprender su vuelo. Más universalmente esclarecida, nuestra generación aparta las malezas, pero tal roturación no puede cumplirse sin transición. Por lo tanto, dejemos a las buenas semillas el tiempo para desarrollarse y a las hierbas malas el de desaparecer. La doctrina druídica nos ofrece un curioso ejemplo de lo que acabamos de decir. Esta doctrina, de la que apenas se conocen sus prácticas externas, en ciertos aspectos se elevaba hasta las más sublimes verdades; pero estas verdades eran solamente para los iniciados: el vulgo, aterrorizado por los sangrientos sacrificios, recogía con un santo respeto el muérdago sagrado del roble y sólo veía lo fantasmagórico. Se podrá juzgar eso por la siguiente cita extraída de un documento tan precioso como poco conocido, y que derrama una luz enteramente nueva sobre la verdadera teología de nuestros antepasados.

«Entregamos a la reflexión de nuestros lectores un texto céltico publicado hace poco y cuya aparición ha causado una cierta emoción en el mundo cultural. Es imposible saber exactamente quién ha sido el autor, ni tampoco a qué siglo se remonta. Pero lo que es indiscutible es que pertenece a la tradición de los bardos del País de Gales, y este origen es suficiente para conferirle un valor de primer orden.

«En efecto, se sabe que el País de Gales forma todavía en nuestros días el refugio más fiel de la nacionalidad gala que, entre nosotros, ha sufrido modificaciones tan profundas. Apenas rozado por la dominación romana, estuvo allí por poco tiempo y débilmente; preservado de la invasión de los bárbaros por la energía de sus habitantes y por las dificultades de su territorio, y sometido más tarde por la dinastía normanda que debió dejarle, sin embargo, un cierto grado de independencia, el nombre de Gales, Gallia, que siempre ha llevado, es un rasgo distintivo por el cual se vincula al período antiguo, sin discontinuidad. La lengua kímrica –hablada en otros tiempos en toda la parte septentrional de la Galia– nunca ha dejado de estar en uso en aquel lugar, y muchas de las costumbres son allí igualmente galas. De todas las influencias extranjeras, la del Cristianismo ha sido la única que hubo encontrado un medio de triunfar allí plenamente; pero esto no ha ocurrido sin haber pasado por grandes dificultades relacionadas con la supremacía de la Iglesia romana, cuya reforma del siglo XVI no ha hecho más que determinar la caída desde largo tiempo preparada en esas regiones llenas de un sentimiento indefectible de independencia.

«Se puede incluso decir que los druidas, al convertirse enteramente al Cristianismo, no se extinguieron totalmente en el País de Gales, como en nuestra Bretaña y en los otros países de sangre gala. Ellos han tenido como consecuencia inmediata una sociedad muy sólidamente constituida, principalmente consagrada, en apariencia, al culto de la poesía nacional, pero que bajo el manto poético ha conservado con una fidelidad notable la herencia intelectual de la antigua Galia: es la Sociedad Bárdica del País de Gales que, después de haberse mantenido como sociedad secreta durante toda la duración de la Edad Media –a través de una transmisión oral de sus monumentos literarios y de su doctrina, a imitación de la práctica de los druidas–, decidió, hacia el siglo XVI y XVII, confiar a la escritura las partes más esenciales de esta herencia.De este bagaje, cuya autenticidad está así atestada por una cadena tradicional ininterrumpida, procede el texto del cual hablamos; y en razón de esas circunstancias, su valor no depende – como se ve– ni de la mano que tuvo el mérito de escribirlo, ni de la época en la que su redacción pudo haber adquirido su última forma. Por encima de todo, lo que allí se refleja es el espíritu de los bardos de la Edad Media, que eran los últimos discípulos de esta corporación sabia y religiosa que, con el nombre de druidas, dominó la Galia durante el primer período de su Historia, más o menos de la misma manera como el clero latino durante el de la Edad Media.

«Aunque estuviésemos privados de todas las luces sobre el origen de ese texto, sería puesto muy claramente en camino por su concordancia con las enseñanzas que los autores griegos y latinos nos han dejado con relación a la doctrina religiosa de los druidas. Esta concordancia constituye puntos de solidaridad que no ofrecen ninguna duda, porque se apoyan en las razones extraídas de la propia esencia del escrito; y la solidaridad así demostrada por los artículos capitales –los únicos de los cuales los Antiguos nos han hablado– se extiende naturalmente a los desarrollos secundarios. En efecto, estos desarrollos, penetrados del mismo Espíritu, derivan necesariamente de la misma fuente; forman parte de ese bagaje y no pueden explicarse sino a través de éste. Y al mismo tiempo que por una generación tan lógica remontan a los primitivos depositarios de la religión druídica, es imposible asignarles cualquier otro punto de partida; porque, fuera de la influencia druídica, el país de donde ellos provienen sólo ha conocido la influencia cristiana, la cual es totalmente extraña a tales doctrinas.

«Los desarrollos contenidos en las tríadas están, incluso, tan perfectamente fuera del Cristianismo, que las pocas emociones cristianas que se han deslizado aquí y allá en su conjunto, se distinguen a primera vista del fondo primitivo. Estas emanaciones, ingenuamente salidas de la conciencia de los bardos cristianos, bien han podido –si se puede decirlo así– intercalarse en los intersticios de la tradición, pero no pudieron fundirse con ella. Por lo tanto, el análisis del texto es tan simple como riguroso, desde que puede reducirse a poner a un lado todo lo que lleva la marca del Cristianismo y, una vez operada la selección, considerarse como de origen druídico todo lo que queda visiblemente caracterizado por una religión diferente de la del Evangelio y de los concilios. De esta manera, para no citar más que lo esencial, partiendo de este principio tan conocido de que el dogma de la caridad en Dios y en el hombre es tan especial al Cristianismo como el de la migración de las almas lo es al antiguo druidismo, un cierto número de tríadas –en las cuales se refleja un espíritu de amor como nunca ha conocido la Galia primitiva– revela inmediatamente las marcas de un carácter comparativamente moderno; mientras que las otras, animadas por un soplo diferente, dejan ver un tanto mejor el sello de la alta Antigüedad que las distingue.

«En fin, no es inútil hacer observar que la propia forma de la enseñanza contenida en las tríadas es de origen druídico. Se sabe que los druidas tenían una predilección particular por el número tres, y ellos lo empleaban especialmente –así como nos lo muestra la mayoría de los monumentos galeses– para la transmisión de sus lecciones que, mediante esa precisa presentación, se grababan más fácilmente en la memoria. Diógenes Laercio nos ha conservado una de esas tríadas que sucintamente resume el conjunto de los deberes del hombre para con la Divinidad, para con sus semejantes y para consigo mismo: «Honrar a los seres superiores, no cometer injusticias y cultivar en sí mismo la virtud viril». La literatura de los bardos ha propagado hasta nosotros una multitud de aforismos del mismo género, en lo tocante a todas las ramas del saber humano: Ciencias, Historia, Moral, Derecho, Poesía. No las hay de más interesantes y más propias para inspirar grandes reflexiones que aquellas cuyo texto publicamos aquí, según la traducción que ha sido hecha por el Sr. Adolphe Pictet.

«De esta serie de tríadas, las once primeras son consagradas a la exposición de los atributos característicos de la Divinidad. Como era fácil preverlo, es en esta sección que las influencias cristianas han tenido una mayor acción. Si no se puede negar que el druidismo haya conocido el principio de la unidad de Dios, puede incluso ser que, por consecuencia de su predilección por el número ternario, pudo haber sido llevado a concebir algo confusamente la divina Trinidad; sin embargo, es indiscutible que lo que completa esta alta concepción teológica –el saber la distinción de las personas y particularmente de la tercera– ha debido quedar perfectamente extraño a esta antigua religión. Todo está de acuerdo en probar que sus sectarios estaban mucho más preocupados en fundar la libertad del hombre que en fundar la caridad; y es por seguir esta falsa posición desde su punto de partida que ha perecido. Todo ese inicio también parece relacionarse a una influencia cristiana, más o menos determinada, particularmente a partir de la quinta tríada.

«A continuación de los principios generales relativos a la naturaleza de Dios, el texto pasa a exponer la constitución del Universo. El conjunto de esta constitución es superiormente formulado en tres tríadas que, mostrando a los seres particulares en un orden absolutamente diferente al de Dios, completan la idea que debe formarse del Ser único e inmutable. Además, con fórmulas más explícitas, esas tríadas no hacen sino reproducir lo que ya se sabía –a través del testimonio de los Antiguos– sobre la doctrina de la circulación de las almas, que pasan alternadamente de la vida a la muerte y de la muerte a la vida. Pueden ser consideradas como el comentario de un célebre verso de La Farsalia, en el cual el poeta exclama, al dirigirse a los sacerdotes de la Galia, que si lo que ellos enseñan es verdad, la muerte no es más que el medio de una larga vida: Longæ vitæ mors media est.