Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

Volver al menú
Una noche olvidada o la hechicera Manuza Las mil y dos noches de los cuentos árabes
Dictada por el Espíritu Frédéric Soulié

___

PREFACIO DEL EDITOR


En el transcurso del año 1856, las experiencias de manifestaciones espíritas que se hacían en la casa del Sr. B..., calle Lamartine, atraían a una asistencia numerosa y selecta. Los Espíritus que se comunicaban en ese Círculo eran más o menos serios; algunos han dicho allí cosas de una admirable sabiduría, de una notable profundidad, las cuales se puede juzgar por El Libro de los Espíritus que ahí fue comenzado y hecho en su mayor parte. Otros eran menos graves; su humor jovial se prestaba con gusto a las bromas, pero a bromas de buen tono, que nunca se apartaban de la compostura. De este número era Frédéric Soulié, que ha venido por sí mismo y sin ser invitado, pero cuyas visitas inesperadas eran siempre un pasatiempo agradable para los asistentes. Su conversación era espirituosa, fina, mordaz, adecuada y jamás ha desmentido al autor de Les Mémoires du diable; además, él nunca se vanaglorió, y cuando se le dirigían algunas preguntas un poco difíciles de filosofía, reconocía francamente su insuficiencia para resolverlas, diciendo que él era aún muy ligado a la materia, y que prefería lo alegre a lo serio.

La médium que le servía de intérprete era la Srta. Caroline B... – una de las hijas del dueño de casa–, médium del género exclusivamente pasivo, que no tenía la menor conciencia de lo que escribía, pudiendo reír y conversar a diestro y siniestro, lo que hacía de buen grado, en cuanto su mano se deslizaba sobre la hoja. El medio mecánico empleado durante mucho tiempo ha sido la cestitatrompo, descripta en nuestro El Libro de los Médiums. Más tarde la médium se ha servido de la psicografía directa.

Sin duda se preguntará qué pruebas teníamos que el Espíritu que se comunicaba era el de Frédéric Soulié y no cualquier otro. No es ésta la ocasión de tratar la cuestión de la identidad de los Espíritus; sólo diremos que la identidad de Soulié se reveló por mil detalles que no pueden escapar a una atenta observación; a menudo una palabra, un chiste, un hecho personal relatado, venían a confirmarnos que era realmente él; varias veces escribió su firma que ha sido cotejada con sus originales. Un día le pidieron que diese su retrato, y la médium –que no sabe dibujar y que nunca lo ha visto– trazó un boceto de un parecido sorprendente.

Nadie de la reunión se había relacionado con él en vida; ¿por qué, entonces, había venido sin ser llamado? Fue porque se había vinculado a uno de los asistentes, sin jamás haber querido decir el motivo; solamente venía cuando esta persona estaba presente; entraba con ella y salía con ella; de manera que cuando ésta no estaba, él no venía, y es de notar que cuando él estaba, era muy difícil –por no decir imposible– tener comunicaciones con otros Espíritus; el Espíritu familiar de la casa le cedía el lugar, diciendo que, por delicadeza, debía hacer los honores de la casa.

Un día anunció que nos daría una novela de su autoría y, en efecto, algún tiempo después comenzó un relato cuyo inicio era muy prometedor; el asunto era druídico y la escena transcurría en la Armórica, en el tiempo de la dominación romana; infelizmente, parece que se asustó con la tarea que había emprendido, porque –es preciso decirlo– su fuerte no eran los trabajos asiduos, y él confesaba que se complacía voluntariamente en la pereza. Después de algunas páginas dictadas, dejó dicha novela, pero anunció que nos escribiría otra que le diera menos trabajo: fue entonces que nos escribió el cuento cuya publicación comenzamos. Más de treinta personas han asistido a esta producción y pueden atestiguar su origen. De ninguna manera lo damos como una obra de alto alcance filosófico, sino como una curiosa muestra de un trabajo de gran extensión obtenido de los Espíritus. Ha de notarse en él cómo todo es ordenado, cómo todo se encadena con un arte admirable. Lo que existe de más extraordinario es que ese relato ha sido retomado en cinco o en seis ocasiones diferentes, y frecuentemente después de interrupciones de dos o tres semanas; ahora bien, a cada reanudación, el relato continuaba como si todo hubiera sido escrito de un solo trazo, sin tachaduras, sin reiteraciones y sin que hubiese necesidad de recordar lo que había precedido. Nosotros lo damos como ha salido del lápiz de la médium, sin cambiar absolutamente nada, ni el estilo, ni las ideas, ni el encadenamiento de los hechos. Algunas repeticiones de palabras y algunos pequeños errores de ortografía han sido notados, por lo que Soulié nos encargó personalmente de corregirlos, diciendo que nos asistiría en esto; cuando estaba todo terminado quiso rever el conjunto, al cual no hizo más que algunas rectificaciones sin importancia, dándonos autorización para publicarlo como lo deseáramos, renunciando de buen grado –dijo él– a sus derechos de autor. Sin embargo, consideramos mejor no insertarlo en nuestra Revista sin el consentimiento formal de su amigo póstumo, a quien pertenece el derecho, puesto que por su presencia y por su solicitación hemos recibido esta producción del Más Allá. El título ha sido dado por el propio Espíritu Frédéric Soulié.

A. K.

_______

Una noche olvidada


I

Había en Bagdad una mujer del tiempo de Aladino; es su historia la que voy a contar:

En uno de los suburbios de Bagdad vivía, no lejos del palacio de la sultana Sheherazade, una anciana llamada Manuza. Esta anciana era motivo de horror para toda la ciudad, porque era una hechicera de las más aterradoras. En su casa, a la noche, sucedían cosas tan espantosas que, enseguida que el sol se ponía, nadie se arriesgaba a pasar delante de su puerta, a menos que fuese algún amante en búsqueda de un brebaje mágico para su amada rebelde, o alguna mujer abandonada en busca de un bálsamo para poner sobre la herida que su amante le había hecho al dejarla.

Entonces, un día en que el sultán estaba más triste que de costumbre y en que la ciudad estaba en una gran desolación, porque él quería mandar matar a la sultana favorita, ya que por su ejemplo todos los maridos eran infieles, un joven salió de una magnífica residencia situada al lado del palacio de la sultana. Ese joven vestía una túnica y un turbante de colores oscuros; pero más allá de esa simple vestimenta tenía un aire de gran distinción. Buscaba esconderse a lo largo de las casas como un ladrón o un amante que temiese ser sorprendido. Dirigía sus pasos hacia la casa de Manuza, la hechicera. Una viva ansiedad se notaba en sus facciones, que reflejaban la preocupación que lo agitaba. Cruzó las calles y las plazas con rapidez, aunque con una gran precaución.

Al llegar cerca de la puerta dudó por algunos minutos y después se decidió a llamar. Durante un cuarto de hora tuvo angustias mortales, porque escuchaba ruidos que ningún oído humano había escuchado: una jauría de perros ladraba con ferocidad, se oían gritos quejumbrosos, cantos de hombres y de mujeres como en el final de una orgía y, como para iluminar todo ese tumulto, luces corrían de arriba abajo de la casa como fuegos fatuos de todos los colores; después, como por encanto, todo cesó: las luces se extinguieron y la puerta se abrió.


II

El visitante se quedó un instante confundido, sin saber si debía entrar en el pasillo sombrío que se presentaba ante sus ojos. En fin, armándose de coraje, penetró con audacia. Después de andar a tientas unos treinta pasos, se encontró frente a una puerta que daba a una sala, solamente iluminada por una lámpara de cobre de tres brazos, suspendida del centro del techo.

La casa que, a juzgar por el ruido que se escuchaba de la calle, parecía estar muy habitada, tenía ahora un aire desierto; esta sala que era inmensa, y que por su construcción debía ser la base del edificio, estaba vacía, exceptuando a los animales embalsamados –de todas las especies– con los cuales estaba adornada.

En el medio de esta sala había una pequeña mesa cubierta por libros de magia y, delante de la mesa, en un sillón grande, estaba sentada una pequeña anciana de apenas dos codos de altura y de tal manera envuelta entre chales y turbantes, que era imposible ver sus facciones. Al acercarse el extraño, ella levantó la cabeza, y a sus ojos mostró el más terrible rostro que se pueda imaginar.

«–Hete aquí, señor Nureddin, dijo ella fijando sus ojos de hiena sobre los del joven que acababa de entrar; ¡aproxímate! Hace varios días que mi cocodrilo de ojos de rubí me anunció tu visita. Dime si es de un brebaje mágico que precisas; dime si es de una fortuna. Pero, ¡qué digo! ¿Una fortuna? ¿La tuya no causa envidia a la del propio sultán? ¿No eres el más rico, así como el más bello? Probablemente es un brebaje mágico que vienes a buscar. ¿Cuál es, pues, la mujer que se atreve a serte cruel? En fin, nada debo decir, nada sé; estoy lista para escuchar tus penas y para darte los remedios necesarios, si es que mi ciencia tiene el poder de serte útil. Pero, entonces, ¿qué haces mirándome así y sin acercarte? ¿Tienes miedo? ¿Tal vez te causo pavor? Ahora me ves así, pero en otros tiempos fui bella, la más bella de todas las mujeres que existen en Bagdad; fueron los disgustos que me volvieron tan fea. Pero, ¿en qué te interesan mis sufrimientos? Aproxímate: te escucho; no puedo darte más que diez minutos; por lo tanto, apresúrate».

Nureddin no estaba tranquilo; sin embargo, no queriendo mostrar a los ojos de una anciana la perturbación que lo agitaba, se aproximó y le dijo: –Mujer, he venido por una cuestión grave; de tu respuesta depende el destino de mi vida; tú vas a decidir mi felicidad o mi muerte. He aquí de lo que se trata:

«El sultán quiere mandar matar a Nazara; yo la amo. Voy a contarte de dónde viene este amor, y vengo a pedirte que me des un remedio, no para mi dolor, sino para su infeliz posición, porque no quiero que ella muera. Sabes que mi palacio es vecino del palacio del sultán; nuestros jardines son contiguos. Hace aproximadamente seis lunas que una noche, al pasear por esos jardines, escuché una encantadora música acompañando a la más deliciosa voz de mujer que jamás hube escuchado. Al querer saber de dónde provenía, me aproximé a los jardines vecinos y reconocí que era el verdoso emparrado habitado por la sultana favorita. Permanecí varios días absorto por aquellos sonidos melodiosos; día y noche pensaba en la bella desconocida cuya voz me había seducido; es necesario decirte que, en mi pensamiento, ella no podía ser sino bella. Cada noche yo paseaba por las mismas alamedas donde había escuchado aquella deslumbrante armonía; durante cinco días todo fue en vano; en fin, al sexto día la música se hizo escuchar nuevamente; entonces, no pudiendo más contenerme, me acerqué al muro y percibí que era preciso poco esfuerzo para escalarlo.

«Después de algunos momentos de duda, tomé la gran decisión: pasé de mi jardín hacia el del vecino; allí vi, no a una mujer, sino a una hurí, a la hurí favorita de Mahoma, en fin, ¡una maravilla! Al verme, ella se asustó un poco, pero arrojándome a sus pies le imploré para que no tuviese miedo y para que me escuchara; le dije que su canto me había atraído y le aseguré que encontraría en mis acciones el más profundo respeto; ella tuvo la bondad de escucharme.

«Pasamos la primera noche hablando de música. También canté y me ofrecí para acompañarla; ella consintió, y marcamos un encuentro para el día siguiente a la misma hora. En aquella hora estaba más tranquila; el sultán estaba con su consejo, y la vigilancia era menor. Las dos o tres primeras noches las dedicamos completamente a la música; pero la música es la voz de los amantes, y desde el cuarto día ya no éramos más extraños el uno al otro: nos amábamos. ¡Ella es tan bella! ¡Qué bella es su alma también! Varias veces planeamos huir. ¡Ay! ¿Por qué no lo habremos hecho? Yo sería menos desgraciado, y ella no estaría tan cerca de sucumbir. Esa bella flor no estaría a punto de ser cortada por la guadaña que la va arrebatar de la luz.

(Continúa en el próximo número)