¿Que és el Espiritismo?

Allan Kardec

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Diálogo primero
El crítico Visitante. –Le diré a usted, caballero, que mi razón se resiste a admitir la realidad de los extraños fenómenos atribuidos a los espíritus que, estoy persuadido de ellos, sólo existen en la imaginación. No obstante, habríamos de inclinarnos ante la evidencia, y así lo haría yo, si pudiese tener pruebas irrecusables. Vengo, pues, a solicitar de su amabilidad el permiso de asistir únicamente, para no ser indiscreto, a una o dos sesiones a fin de convencerme, si es posible. Allan Kardec. –Caballero, desde el momento en que su razón se resiste a admitir lo que nosotros tenemos por hechos positivos, es porque la cree superior a la de todas las personas que no participan de sus opiniones. No pongo en duda su mérito, y no tengo ninguna pretensión en hacer superior mi inteligencia a la suya. Admita usted, pues, que yo vivo engañado, puesto que es la razón quien le habla, y asunto concluido.
V. –Sin embargo, sería un milagro, eminentemente favorable a su causa, que llegase a convencerme a mí, que soy conocido como antagonista de sus ideas.
A. K. –Lo siento, pero no tengo el don de hacer milagros. ¿Usted cree que una o dos sesiones bastarían para convencerle? Sería, en efecto, un verdadero milagro. Yo he necesitado más de un año de trabajo para convencerme a mí mismo, lo que le prueba que, si soy espiritista, no ha sido de ligeras. Por otra parte, caballero, yo no doy sesiones, y según parece, usted está equivocado sobre el objeto de nuestras reuniones, dado que no hacemos experimentos para satisfacer la curiosidad de nadie.
V. -¿Usted no desea, pues, hacer prosélitos?
A. K. -¿Por qué habría de desear hacer de usted uno de ellos, si usted no lo desea? Yo no violento ninguna convicción. Cuando encuentro personas que sinceramente desean instruirse y que me honran, pidiéndome aclaraciones, es para mí un placer y un deber contestarle con arreglo a mis conocimientos. Pero con los antagonistas que, como usted, tienen convicciones fijas, no doy un paso para atraérmelos, dado que encuentro bastantes personas dispuestas, y no pierdo el tiempo con las que no lo están. Sé que tarde o temprano llegará la convicción por la fuerza de las cosas, y que los más incrédulos serán arrastrados por la corriente; algunos partidarios más o menos no hacen falta, por ahora, en la balanza. Por eso no me verá usted nunca exasperarme para que participen de nuestras ideas aquellos que tienen tan buenas razones como usted para alejarse de las mismas.
V. –Sería, sin embargo, más útil el convencerme de lo que usted cree. ¿Quiere usted permitirme que me explique con franqueza, prometiéndome no ofenderse por mis palabras? Expondré mis ideas sobre el asunto y no sobre la persona a quien me dirijo. Puedo respetar a ésta, sin participar de su opinión.
A. K. –El Espiritismo me ha enseñado a prescindir de las mezquinas susceptibilidades del amor propio, y a no ofenderme por palabra alguna. Si las suyas salvan los límites de la urbanidad y de la conveniencia, deduciré de aquéllas que es usted un hombre mal educado, y nada más. Por lo que a mí respecta, prefiero abandonar a los otros los errores, que participar de ellos. Por esto únicamente comprenderá usted que el Espiritismo sirve de algo. Lo repito, caballero, no tengo ningún empeño en que usted sea de mi opinión; respecto la de usted, si es sincera, como deseo que se respete la mía. Mas ya que trata usted al Espiritismo de ilusión fantástica, se habrá dicho al dirigirse a mi casa: Vamos a ver a ese loco. Confiéselo usted francamente, no me enfadaré por eso. Todos los espiritistas somos locos, esto es lo que piensa normalmente. Pues bien, caballero, puesto que usted juzga al Espiritismo como una enfermedad menta, sería para mí un cargo de conciencia el comunicársela, y me maravilla que, teniendo tal idea, desee adquirir una convicción que le incluirá en el número de los locos. Si anticipadamente está persuadido de que no le podrán convencer, el paso que ha dado es inútil, porque no tiene otro objeto que la curiosidad. Concluyamos, pues, se lo ruego, porque no estoy para perder el tiempo en conversaciones sin objeto.
V. –Podemos engañarnos, hacernos ilusiones, sin ser por ello locos.
A. K. –Hable sin rodeos. Diga, como tantos otros, que el Espiritismo pasará como un soplo, pero habrá de convenir en que la doctrina que en algunos años ha hecho millones de prosélitos en todos los países, que tiene sabios a sus órdenes y que se propaga preferentemente en las clases ilustradas, es una manía especial, digna de examen.
V. –Yo tengo mis ideas sobre el particular, es cierto, pero no son de tal modo absolutas, que no consienta en sacrificarla a la evidencia. Decía, caballero, que debe usted tener cierto interés en convencerme. Le confesaré que voy a publicar un libro en que me propongo demostrar ex profeso lo que considero un error. Y como semejante libro tendrá gran aceptación y derrotará a los espíritus, no lo publicaría si usted llegase a convencerme.
A. K. –Me dolería en el alma, caballero, privar a usted de los beneficios de un libro que ha de tener tamaña trascendencia. Además, no tengo ningún interés en impedirle que lo publique; le deseo, por el contrario, una gran popularidad, pues nos servirá de prospecto y de anuncio. El ataque dirigido a una cosa despierta la atención; muchas personas quieren ver su pro y su contra, y la crítica la hace conocer de aquellos que ni siquiera pensaban en ella, así es como, sin saberlo, se hace la mayoría de las veces de reclamo en provecho de aquellos a quienes se quiere perjudicar. Por otra parte, la cuestión de los espíritus es tan interesante, pica la curiosidad hasta tal punto, que basta llamar sobre ella la atención para despertar deseos de profundizar en ella. 1
V. –Luego, según usted, ¿La crítica no sirve para nada, la opinión pública no tiene ningún valor?
A. K. –Yo no veo en la crítica la expresión pública, sino una opinión individual que puede engañarse. Lea usted la historia y verá cuántas obras maestras han sido criticadas a su aparición, lo que no ha impedido que continuaran siéndolo. Cuando una cosa es mala, todos los elogios posibles no conseguirán hacerla buena. Si el Espiritismo es un error, caerá por sí mismo; si es una verdad, todas las diatribas no harán de él una mentira. Su libro serán una apreciación personal; la verdadera opinión pública decidirá si es exacta. Para ello se querrá ver; y, si más adelante se reconoce que usted se ha engañado, su libro será ridículo, como los publicados en otro tiempo contra la teoría de la circulación de la sangre, de la vacuna, etcétera. Pero me olvidaba de que usted ha de tratar la cuestión ex profeso, lo que quiere decir que la ha estudiado en todas las fases; que ha visto todo lo que se puede ver, leído lo que se ha escrito sobre el particular, analizado y comparado las diversas opiniones; que se ha encontrado en las mejores condiciones para observar por usted mismo; que ha consagrado a dicho estudio noches enteras durante muchos años; en una palabra, que no ha descuidado usted nada para llegar al hallazgo de la verdad. Debo creerlo así, siendo un hombre formal, porque sólo el que practica todo lo indicado tiene derecho a decir que habla con conocimiento de causa. 1. Después de este diálogo, escrito en 1859, la experiencia ha venido a demostrar claramente la exactitud de esta proposición. ¿Qué pensaría usted de un hombre que se erigiese en censor de una obra literaria sin conocer la literatura, de un cuadro sin haber estudiado la pintura? Es principio de lógica elemental que el crítico deba conocer, no superficialmente, sino a fondo, el asunto de que habla, sin lo cual carece de valor. Para combatir un cálculo, se ha de aducir otro; mas para ello es preciso saber calcular. La crítica no debe limitarse a decir que una cosa es buena o mala, es necesario que justifique su opinión con una demostración clara y categórica, basada en los principios del arte o de la ciencia. ¿Y cómo podrá hacerlo si los ignora? ¿Podría usted apreciar las excelencias o defectos de una máquina sin conocer la mecánica? No; pues bien, su juicio sobre Espiritismo, que no conoce, no tendrá más valor que el que emitiera sobre la indicada máquina. Será usted sorprendido a cada instante en flagrante delito de ignorancia; porque los que habrán estudiado el Espiritismo verán enseguida que está fuera de la cuestión, de donde deducirán, o que no es usted un hombre serio, o que no procede de buena fe. En uno y otro caso, se expondrá a recibir un mentís poco agradable a su amor propio.
V. –Precisamente para salvar ese escollo vengo a rogarle que me permita presenciar algunos experimentos.
A. K. -¿Y cree usted que esto le bastará para hablar ex profeso del Espiritismo? ¿Cómo podrá comprender dichos experimentos, y lo que es más aún, juzgarlos, si no ha estudiado los principios que les sirven de base? ¿Cómo podrá usted apreciar el resultado, satisfactorio o no, de los experimentos metalúrgicos, por ejemplo, sin conocer a fondo la metalurgia? Permítame decirle a usted, caballero, que su proyecto es absolutamente semejante al del que, no sabiendo matemáticas ni astronomía, dijese a uno de los miembros del Observatorio: “Caballero, pienso escribir un libro sobre astronomía, y probar además que su sistema es falso, pero como que no tengo ni idea al respecto, permítame usted mirar dos o tres veces por los telescopios. Esto me bastará para saber tanto como usted.” Por extensión únicamente, la palabra criticar es sinónimo de censurar; en su acepción normal, y según su etimología, significa juzgar, apreciar. La crítica, pues, puede ser aprobatoria. Criticar un libro no equivale precisamente a condenarlo; el que se encargue de esta tarea debe desempeñarla sin ideas preconcebidas. Pero si antes a abrir el libro lo ha condenado ya anteriormente, su examen no puede ser imparcial. En semejante caso se encuentra la mayor parte de los que han hablado del Espiritismo. Por la palabra se han formado una opinión y han hecho lo que el juez que sentenciara sin tomarse el trabajo de examinar los autos. De aquí ha resultado que su juicio ha sido falso, y que en vez de persuadir ha hecho reír. Respecto de los que han estudiado seriamente la cuestión, la generalidad ha cambiado de parecer, y más de un adversario se ha vuelto partidario, viendo que se trataba de una cosa muy distinta de lo que había creído.
V. –Usted hablará del examen de los libros en general; ¿Pero cree usted que sea materialmente posible a un periodista leer y estudiar todos los libros que le vienen a mano, sobre todo cuando se trata de teorías nuevas, que le sería preciso profundizar y comprobar? Tanto valiera exigir de un impresor que leyese todas las obras que salen de sus prensas.
A. K. –A tan juicioso razonamiento sólo tengo que responder que, cuando se carece de tiempo para hacer concienzudamente una cosa, no se debe entrometer nadie en ella, y que vale más hacer una y bien, que diez y mal.
V. –No crea usted, caballero, que he formado mi opinión a la ligera. He visto mesas que giraban y golpeaban, y personas que se imaginaban escribir bajo la influencia de los espíritus; pero estoy convencido de que todo era charlatanismo.
A. K. -¿Cuánto pagó usted por ver todo eso?
V. –Nada, ciertamente.
A. K. –Pues vea usted unos charlatanes de singular especie, y que conseguirán cambiar el significado de la palabra. Hasta ahora no se habían conocido charlatanes desinteresados. Por un bromista haya querido divertirse una vez, ¿Ha de seguirse que las otras personas sean embaucadoras? Por otra parte, ¿Con qué objeto se habrían hecho cómplices de una mistificación? Para divertir la sociedad, contestará usted. Convengo en que una vez se preste alguien a una broma; pero cuándo esta dura meses y años, creo que el mistificado es el mistificador. ¿Es probable que, por el mero placer de hacer creer una cosa, que se juzga falsa, se aburra alguien horas enteras junto a una mesa? Semejante placer no es digno de tanto trabajo. Antes de calificar un acto de fraudulento, es preciso preguntarse qué interés hay en engañar, y usted convendrá en que existen posiciones que excluyen toda sospecha de superchería, y personas cuyo carácter es una garantía de probidad. Otra cosa sería si se tratase de una especulación, porque el cebo de la ganancia es mal consejero. Pero, aun admitiendo que en este último caso se hiciera constar positivamente una maniobra fraudulenta, no se probaría nada contra la realidad del principio, dado que de todo puede abusarse. Porque se vendan vinos adulterados, no se sigue que no lo haya puro. El Espiritismo no es más responsable de los que abusan de su nombre y lo explotan, que la ciencia médica de los charlatanes que preconizan sus drogas, y la religión de los sacerdotes que abusan de su ministerio. El Espiritismo por su misma naturaleza y novedad, debía prestarse a ciertos abusos, pero ha ofrecido medios de reconocerlos, definiendo claramente su verdadero carácter y declinando toda solidaridad con los que le explotan o le separan de su objeto exclusivamente moral, haciendo de él un oficio, un instrumento de adivinación o de fútiles investigaciones. Desde el momento que el Espiritismo traza por sí mismo los límites en que se encierra, y precisa lo que dice y lo que no dice, lo que puede y no puede, lo que es o no de sus atribuciones, lo que acepta y lo que rechaza, toda la culpa recae sobre aquellos que, sin tomarse el trabajo de estudiarlo, lo juzgan por las apariencias, quienes al encontrar charlatanes que se jacten de ser espiritistas para atraer a los transeúntes, dirán gravemente: He ahí el Espiritismo. ¿En quién recae definitivamente el ridículo? No es en el charlatán que desempeña su oficio, ni en el Espiritismo cuya doctrina escrita desmiente semejantes asertos, sino en los críticos, que hablan de cosas que no conocen, o que a sabiendas alteran la verdad. Los que atribuyen al Espiritismo lo que es contrario a su esencia, lo hacen, o por ignorancia o con intención; si es lo primero obran con ligereza, si es lo segundo con mala fe. En el último caso, se asemejan a ciertos historiadores que alteran la historia en interés de un partido o de una opinión. Y un partido se desacredita siempre, empleando tales medios, y no logra su objetivo. Observe usted bien, caballero, que no pretendo que la crítica deba aprobar nuestras ideas necesariamente, ni siquiera después de haberlas estudiado; no censuramos de ningún modo a los que no piensan como nosotros. Lo que para nosotros es evidente, puede no serlo para todo el mundo. Cada uno juzga las cosas desde su punto de vista, y no todos sacan las mismas consecuencias del hecho más positivo. Si un pintor, por ejemplo, pone en su cuadro un caballo blanco, alguien podrá decir muy bien que produce mal efecto, y que uno negro hubiese sentado mejor; pero el error hubiera consistido en decir que el caballo es blanco siendo negro, y esto es lo que hace la mayor parte de nuestros adversarios. En resumen, cada uno es completamente libre de aprobar o criticar los principios del Espiritismo, de deducir de ellos las buenas o malas consecuencias que se le antoje. Pero es un deber de conciencia para todo crítico serio el no decir lo contrario de lo que es, y para ello la primera condición es la de callar sobre lo que se ignora.
V. –Le suplico que volvamos a las mesas giratorias y parlantes. ¿No podría suceder que estuviesen preparadas de antemano?
A. K. –Esta es la misma cuestión de buena fe que he contestado ya. Probada la superchería, la rechazamos. Y si usted me señala hechos verídicamente calificados de fraude, de charlatanismo, de explotación o de abuso de confianza, los entrego a sus reprimendas, declarándole anticipadamente que no saldré a la defensa de los, mismos, porque el Espiritismo serio es el primero en repudiarlos, y porque señalando los abusos, se le ayuda a prevenirlos y le presta un servicio. Pero generalizar semejantes acusaciones, lanzar sobre una multitud de personas honradas la reprobación que merecen algunos individuos aislados, es un abuso, aunque de distinto género, porque es una calumnia. Admitiendo, como usted supone, que las mesas estuviesen preparadas, habría de ser preciso un mecanismo muy ingenioso para hacerles ejecutar movimientos y ruidos tan variados. ¿Por qué no se conocen aún el nombre del hábil artífice que las fabrica? Y debería, sin embargo, gozar de una inmensa celebridad, porque sus aparatos están esparcidos por las cinco partes del mundo. Preciso es convenir también que su procedimiento es muy ingenioso, puesto que puede adaptarse a la primera mesa que se tenga a mano, sin preparación alguna exterior. ¿Por qué razonamiento, desde Tertuliano, quien también habló de las mesas giratorias y parlantes hasta la actualidad, nadie ha podido verlo ni describirlo?
V. –Se engaña usted en este punto. Un célebre médico ha reconocido que ciertas personas pueden, contrayendo un músculo de la pierna, producir un ruido semejante al que se atribuye a la mesa, de donde deduce que los médiums se divierten a expensas de la credulidad.
A. K. –Si todo, pues, es producto del castañeteo de un músculo, no estará preparada la mesa. Y puesto que cada uno explica esta pretendida superchería a su manera, prueba esto evidentemente que ni los unos ni los otros conocen la verdadera causa. Respeto el saber del reputado facultativo; pero encuentro algunas dificultades en la aplicación del hecho que se señala a las mesas parlantes. Primera, es raro que esta facultad, excepcional hasta ahora, y mirada como un hecho patológico, se haya hecho tan común repentinamente. Segundo, se requiere un vivo deseo de mistificar para estar castañeteando un músculo durante dos o tres horas seguidas, cuando esto no reporta más que dolor y cansancio. Tercera, no comprendo lo bastante como el referido músculo se relaciona con las puertas y paredes en que se dejan oír los golpes. Cuarta y última, el indicado músculo castañeteador debe tener una propiedad muy maravillosa para hacer mover una pesada mesa, levantarla, abrirla, cerrarla, mantenerla en el aire sin punto de apoyo y, finamente, destrozarla dejándola caer. Nadie sospechaba tamañas virtudes en semejante músculo. El célebre médico de que habla usted, ¿Ha estudiado el fenómeno de la tiptología en los que lo producen? No, ha observado un efecto fisiológico, anormal, en algunos individuos, que jamás se han ocupado de las mesas golpeadoras, efecto que tiene cierta analogía con la que se produce en éstas, y sin mayor examen concluye, con toda la autoridad de su ciencia, que todos los que hacen hablar las mesas deben tener la propiedad de hacer castañetear su peroneo corto, y no pasan de ser farsantes, ya sean príncipes o cortesanos, ya se hagan o no pagar. ¿Pero ha estudiado por lo menos el fenómeno de la tiptología en todas las fases? ¿Se ha persuadido de que, con este castañeteo del músculo, se podían producir todos los efectos tiptológicos? No, porque de estarlo se hubiese convencido de la insuficiencia de su procedimiento y no hubiera proclamado su descubrimiento en pleno Instituto. ¡He aquí un juicio formal para un sabio! ¿Y qué nos resta hoy de él? Le confieso a usted que si tuviese que hacerme una operación quirúrgica, duraría mucho en confiarme a ese practicante, temeroso de que juzgase mi enfermedad con tan menguada perspicacia. Y puesto que semejante juicio es una de las autoridades en que parecía que debía usted apoyarse para batir al Espiritismo, me persuado completamente de la fuerza de sus otros argumentos, si no están tomados de fuentes más auténticas.
V. –Usted no me negará, sin embargo, que ha pasado la moda de las mesas giratorias. Durante cierto tiempo hicieron furor, pero hoy nadie se ocupa ya de ellas. ¿Por qué ocurre esto si son un asunto serio?
A. K. –Porque de las mesas giratorias ha salido una cosa más seria aún; ha salido toda una ciencia, toda una doctrina filosófica, altamente interesante para los hombres reflexivos. Cuando éstos nada han tenido que aprender ya viendo girar una mesa, no se han ocupado más de ello. Para las gentes fútiles que nada profundizan, eran un pasatiempo, un juguete que han abandonado cuando se han cansado de él; tales personas no figuran en la ciencia. El periodo de la curiosidad ha tenido su tiempo: le ha sucedido el de la observación. El Espiritismo entró entonces en el dominio de las personas graves, que no se divierten con él, sino que se instruyen. Por esto los hombres que lo toman como cosa formal no se prestan a ningún experimento de curiosidad, y menos aún en obsequio de los que abrogan pensamientos hostiles. Como no tratan de divertirse ellos mismos, no procuran divertir a los otros, y yo soy de este número.
V. –Sin embargo, solo el experimento puede convencer, aunque al principio no tenga más objeto que la curiosidad. Permítame que le diga que, operando en presencia de personas convencidas, predica usted a los suyos.
A. K. –Es muy diferente estar convencido que estar dispuesto a convencerse; a estos últimos es a quienes me dirijo, y no a los que creen humillar su razón oyendo lo que llaman fantasías. De estos últimos no me ocupo, ni mucho menos. Respecto de los que dicen que abrigan el deseo sincero de ilustrarse, el mejor modo de probarlo es demostrar perseverancia, y se les reconoce en que quieren trabajar seriamente y no por el antojo de presenciar uno o dos experimentos. La convicción se forma con el tiempo, por una serie de observaciones hechas con sumo cuidado. Los fenómenos espiritistas difieren esencialmente de los que ofrecen las ciencias exactas: no se producen por nuestra voluntad, es preciso cogerlos al vuelo. Y viendo mucho y por mucho tiempo es como se descubre una multitud de pruebas, que escapan a primera vista, sobre todo cuando no estamos familiarizados con las condiciones en que pueden hallarse y, más aún, cuando abrigamos prevenciones. Para el observador asiduo y reflexivo, abundan las pruebas: una palabra, un hecho insignificante en apariencia, puede ser un rayo de luz, una confirmación para el observador advenedizo. Para el curioso todo eso es nulo, y he aquí por qué no me presto a experimentos sin resultado probable.
V. –Pero, en fin, todo tiene su principio. ¿Cómo ha de hacerlo, si usted le niega los medios, el novicio que es una tabla rasa, que nada ha visto, pero que desea ilustrarse?
A. K. –Yo establezco una gran diferencia entre el incrédulo por ignorancia y el que lo es por sistema. Cuando encuentro a alguien en disposiciones favorables, nada me cuesta ilustrarle; pero hay personas en quienes el deseo de instruirse es aparente: con éstos se pierde el tiempo, porque si no encuentran inmediatamente lo que parece que buscan y cuyo hallazgo les sería quizás enojoso, lo poco que ven es suficiente para destruir sus prevenciones; lo juzgan mal y hacen de ello un asunto de burla que es inútil proporcionarles. Al que desea instruirse, le diré: “No puede hacerse un curso de Espiritismo experimental como se hace uno de Física y de Química, atendiendo a que nadie es dueño de producir los fenómenos a su antojo, y a que las inteligencias, agentes de los mismos, burlan con frecuencia nuestra previsión. Poco inteligibles serían para usted los que pudiera ver accidentalmente, no presentando ningún encadenamiento, ninguna trabazón necesaria. Entérese usted ante todo de la teoría, lea y medite las obras que tratan de esta ciencia. En ellas aprenderá los principios, hallará la descripción de todos los fenómenos, comprenderá su posibilidad por la explicación que se da de ellos y por el relato de una multitud de hechos espontáneos, de los cuales quizá ha sido usted testigo involuntario, y que recordará. Se enterará usted de todas las dificultades que pueden presentar, y se formará así la primera convicción moral. Entonces, y cuando se ofrezcan las circunstancias de ver y de operar por usted mismo, se hará cargo de todo, cualquiera que sea el orden en que se presenten los hechos, por que nada le será extraño. Esto es, caballero, lo que aconsejo a toda persona que dice quererse instruir, y por su respuesta me es fácil comprender si le mueve algo más que la curiosidad.