EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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20. Mis buenos amigos, me habéis llamado, ¿para qué? ¿Es para hacerme poner las manos sobre la pobre paciente que está aquí y curarla? ¡Ah! ¡Qué sufrimiento, buen Dios! Ha perdido la vista y ha quedado en la obscuridad. ¡Pobre hija!, que ruegue y espere; yo no sé hacer milagros sin la voluntad de Dios. Todas las curaciones que yo he podido obtener y de que habéis tenido noticia, debéis atribuirlas al Padre de todos. En vuestras aflicciones, levantad siempre los ojos al Cielo y decid desde el fondo de vuestro corazón: "¡Padre mío. curadme, pero haced que mi alma se cure antes que las enfermedades del cuerpo; que mi alma sea castigada si es necesario, para que mi alma elevada hacia vos tenga la blancura de cuando la creásteis!" Después de esta oración, mis buenos amigos, que Dios misericordioso escuchará siempre, se os dará la fuerza y el valor, y quizá también esta curación que vosotros habréis pedido temerosamente, en recompensa de vuestra abnegacion.


Pues que estoy aquí, en una reunión en la que ante todo se trata de estudios, os diré que los que están privados de la vista, deberían considerarse como los bienaventurados a la expiación. Acordáos que Cristo dijo que era menester arrancar vuestro ojo si era malo, y que valía más que lo echarais al fuego que ser la causa de vuestra condenación. ¡Ah! ¡Cuántos hay en vuestra tierra que un día maldecirán en las tinieblas el haber visto la luz! ¡Oh! sí, qué felices son aquellos que en su expiación son castigados por la vista; su ojo no será objeto de escándalo y de pecado: pueden entregarse completamente a la vida de las almas y pueden ver más que vosotros que véis claro... Cuando Dios me permite ir a abrir los párpados a alguno de esos pobres enfermos y volverles la luz, me digo: alma querida, ¿por qué no conoces todas las delicias del espíritu que vive en la contemplación y en el amor? Tú no solicitarías ver imágenes menos duras y menos apacibles que las que te es dado entrever en tu ceguedad.


¡Oh!, sí, bienaventurado el ciego que quiere vivir con Dios; más feliz que vosotros que estáis aquí, siente la felicidad, la toca, vé las almas y puede lanzarse con ellas a las esferas de los espíritus, que aún los predestinados de la tierra no ven; el ojo abierto siempre está dispuesto a hacer faltar al alma; el ojo cerrado, por el contrario, siempre está dispuesto a hacerla elevar a Dios. Creedme, mis buenos y queridos amigos, la ceguera de los ojos muchas veces es la verdadera luz del corazón, mientras que la vista es a menudo el ángel de las tinieblas que conduce a la muerte.


Ahora, algunas palabras para ti, querida enferma; espera y ten valor; si te dijera hija mía, tus ojos van a abrirse, ¡cómo te alegrarías! ¿y quién sabe si esta alegría no te perdería? Ten confianza en la bondad de Dios que ha hecho la felicidad y ha permitido la tristeza! Haré por tí todo lo que me será permitido; pero a tu vez, ruega y sobre todo, piensa en lo que acabo de decirte.


Antes de que me aleje, todos los que estáis aquí, recibid mi bendición. (Vianney, cura de Ars. París, 1863).


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(1) Esta comunicación fué dada a propósito de una persona ciega, por lo que se evocó al espíritu de J. B. Vianney. cura de Ars