EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS

La fe, madre de la esperanza y de la caridad


11. La fe, para ser provechosa, debe ser activa, no ha de embotarse. Madre de todas las virtudes que conducen a Dios, debe velar con atención el desarrollo de las hijas que da a luz.



La esperanza y la caridad son una consecuencia de la fe; estas tres virtudes son una trinidad inseparable. ¿No es, acaso, la fe, la que da la esperanza de que se verán cumplidas las promesas del Señor? Porque si no tenéis fe, ¿qué esperaréis? ¿No es la fe la que da el amor? Porque si no tenéis fe, ¿qué reconocimiento tendréis y, por consiguiente, qué amor?


La fe, divina aspiración de Dios, despierta todos los nobles instintos que conducen el hombre al bien; es la base de la regeneración. Es menester que esta base sea fuerte y duradera, porque si la menor duda la hace vacilar, ¿qué será del edificio que construyáis encima? Levantad, pues, este edificio sobre cimientos sólidos; que vuestra fe sea más fuerte que los sofismas y las burlas de los incrédulos, porque la fe que no desafía al ridículo de los hombres, no es la verdadera fe.


La fe sincera es atractiva y contagiosa; se comunica a los que la tenían o que no querían tenerla; encuentra palabras persuasivas que se dirigen al alma, mientras que la fe aparente sólo tiene palabras sonoras que dejan frío e indiferente; predicad con el ejemplo para dar de ella fe a los hombres; predicad con el ejemplo de vuestras obras para hacerles ver el mérito de la fe; predicad con vuestra esperanza indestructible para hacerles ver la confianza que fortifica y que pone en situación de desafiar todas las vicisitudes de la vida.


Tened, pues, fe en todo lo que ella tiene de bueno y hermoso, en su pureza y en su razonamiento. No admitáis la fe sin comprobación, hija ciega de la obscuridad. Amad a Dios, pero sabed por qué le amáis; creed en sus promesas, pero sabed por qué creéis en ellas seguid nuestros consejos, pero hacéos cargo del fin que os señalamos y de los medios que os manifestamos para conseguirlo. Creed y esperad sin desfallecer nunca; los milagros son obra de la fe. (José, espíritu protector. Bordeaux, 1862).



La fe divina y la fe humana


12. La fe en el hombre es el sentimiento innato de sus destinos futuros; es la conciencia que tiene de sus facultades inmensas, cuyo germen ha sido depositado en él, primero en estado latente y que debe hacer desarrollar y aumentar, después por su voluntad de acción.


Hasta el presente la fe no ha sido comprendida sino por el lado religioso, porque Cristo la preconizó como palanca poderosa y porque en El se ha visto el jefe de una religión. Pero Cristo, que hizo milagros materiales, ha enseñado por estos mismos milagros lo que el hombre puede cuando tiene fe, es decir, la "voluntad de querer" y la certeza de que esta voluntad puede cumplirse. Los apóstoles, a su ejemplo, ¿no hicieron también milagros? Pues ¿qué eran estos milagros sino efectos naturales cuya causa era desconocida a los hombres de entonces, pero que en gran parte se explican hoy y se comprenderán completamente por el estudio del Espiritismo y del magnetismo?


La fe es humana o divina, según como el hombre aplica sus facultades a las necesidades terrestres o a sus aspiraciones celestes y futuras. El hombre de genio que persigue la realización de alguna grande empresa, consigue su objeto si tiene fe, porque siente en él que debe y puede realizarló, y esta certeza le da una fuerza inmensa. El hombre de bien que creyendo en su porvenir celeste quiere llenar su vida de nobles y bellas acciones, saca de la fe, con la certeza de la felicidad que le espera, la fuerza necesaria, y también con esto se realizan los milagros de la caridad, de afecto y de abnegación. En fin, con la fe no hay malas inclinaciones que no lleguen a vencerse.


El magnetismo es una de las más grandes pruebas del poder de la fe puesta en acción: por la fe cura y produce esos fenómenos extraños que en otro tiempo se calificaban de milagros.



Lo repito, la fe es "humana y divina"; si todos los encarnados estuviesen bien persuadidos de la fuerza que tienen en sí y quisieran poner su voluntad al servicio de esta fuerza, serían capaces de llevar a cabo lo que hasta el presente se han llamado prodigios, y que sencillamente sólo son desarrollo de las facultades humanas. (Un espíritu protector. París, 1863).