EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS

Modo de orar

22. El primer deber de toda criatura humana, el, primer acto que debe señalar para ella la vuelta a la vida activa de cada día, es la oración. Casi todos vosotros rezais, pero ¡cuán pocos saben orar! ¡Qué importan al Señor las frases que juntáis maquinalmente, porque tenéis esta costumbre, que es un deber que llenais y que, como todo deber, os molesta!

La oración del cristiano, del espiritista, de cualquier culto que sea, debe ser hecha desde que el espíritu ha vuelto a tomar el yugo de la carne; debe elevarse a los pies de la majestad divina, con humildad, con profundidad, alentada por el reconocimiento de todos los bienes recibidos hasta el día, y por la noche que se ha pasado, durante la cual os ha sido permitido, aunque sin saberlo vosotros, volver al lado de vuestros amigos, de vuestros guías, para que con su contacto os den más fuerza y perseverancia. Debe elevarse humilde a los pies del Señor, para recomendarle vuestra debilidad, pedirle su apoyo, su indulgencia y su misericordia. Debe ser profunda, porque vuestra alma es la que debe elevarse hacia el Criador, la que debe transfigurarse como Jesús en el monte Tabor, y volverse blanca y radiante de esperanza y de amor.

Vuestra oración debe encerrar la súplica de las gracias que os sean necesarias, pero de una necesidad real. Es, pues, inútil pedir al Señor que abrevie vuestras pruebas y que os dé los goces y las riquezas; pedirle que os conceda los bienes más preciosos de la paciencia, de la resignación y de la fe. No digais lo que muchos de entre vosotros: "No vale la pena de orar, porque Dios no me escucha". La mayor parte del tiempo ¿qué es lo que pedís a Dios? ¿Habéis pensado muchas veces en pedirle vuestro mejoramiento moral? ¡Oh! no, muy pocas; más bien pensais en pedirle el buen éxito de vuestras empresas terrestres, y habéis exclamado: "Dios no se ocupa de nosotros; si se ocupara no habría tantas injusticias". ¡Insensatos! ¡Ingratos! Si descendiéseis al fondo de vuestra conciencia, casi siempre encontraríais en vosotros mismos el origen de los males de que os quejais; pedid, pues, ante todo, vuestro mejoramiento y veréis qué torrente de gracias y consuelos se esparcirá entre vosotros. (Capítulo V, número 4).

Debéis rogar sin cesar, sin que por esto os retiréis a vuestro oratorio o que os pongais de rodillas en las plazas públicas. La oración del día es el cumplimiento de vuestros deberes sin excepción, cualquiera que sea su naturaleza. ¿No es un acto de amor hacia el Señor el que asistais a vuestros hermanos en cualquier necesidad moral o física? ¿No es hacer un acto de reconocimiento elevar vuestra alma hacía El cuando sois felices, cuando se evita un percance, cuando una contrariedad pasa rozando con vosotros, si decís con el pensamiento: "¡Bendito seais, Padre mío!". ¿No es un acto de contrición el humillaros ante el Juez Supremo cuando sentís que habéis fallado, aunque sólo sea de pensamiento, al decirle: "¡Perdonadme, Dios mío, porque he pecado (por orgullo, por egoísmo o por falta de caridad); dadme fuerza para que no falte más y el valor necesario para reparar la falta!".

Esto es independiente de las oraciones regulares de la mañana y de la noche, y de los días que a ella consagréis; pero, como veis, la oración puede hacerse siempre sin interrumpir en lo más mínimo vuestros trabajos; decid, por el contrario, que los santifica. Y creed bien que uno solo de estos pensamientos, saliendo del corazón, es más escuchado de vuestro padre celestial que largas oraciones dichas por costumbre, a menudo sin causa determinada, y "a las cuales conduce maquinalmente la hora convenida". (V. Monod. Burdeos, 1868).

Felicidal de la oración


23. Venid los que queréis creer: los espíritus celestes corren y vienen a deciros cosas grandes; Dios, hijos míos, abre su ancho pecho para daros sus bienes. ¡Hombres incrédulos! ¡Si supiéseis de qué modo la fe hace bien al corazón y conduce el alma al arrepentimiento, a la oración! La oración, ¡ah! ¡cuán tiernas son las palabras que salen de la boca en el momento de orar! La oración es el rocío divino que destruye, el excesivo calor de las pasiones; hija primogénita de la fe, nos lleva al sendero que conduce a Dios. En el recogimiento y la soledad, estáis con Dios; para vosotros no hay ya misterio, él se os descubre. Apóstoles del pensamiento, para vosotros es la vida; vuestra alma se desprende de la materia y recorre esos mundos infinitos y etéreos que los pobres humanos desconocen.

Marchad, marchad por el sendero de la oración, y oiréis las voces de los ángeles. ¡Qué armonía! Estas no son el murmullo confuso de los acentos chillones de la tierra; son las liras de los arcángeles; son las voces dulces y suaves de los serafines, más ligeras que las brisas de la mañana, cuando juguetean en el follaje de vuestros grandes bosques. ¡Entre cuántas delicias no marcharéis! ¡Vuestra lengua no podrá definir esta felicidad; cuánto más entre por todos los poros, tanto más vivo y refrescante es el manantial de donde se bebe! ¡Dulces voces, embriagadores perfumes que el alma siente y saborea, cuando se lanza a esas esferas desconocidas y habitadas por la oración! Sin mezcla de carnales deseos, todas las inspiraciones son divinas. También vosotros orad, como Cristo, llevando su cruz desde el Gólgota al Calvario; llevad vuestra cruz, y sentiréis las dulces emociones que pasaban por su alma, aunque cargada con un leño infamante; iba a morir, pero para vivir de la vida celeste en la morada de su padre. (S. Agustín. París, 1861).