¿Que és el Espiritismo?

Allan Kardec

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Diálogo tercero

El sacerdote El sacerdote. -¿Me permitiría usted, caballero, que a mi vez le dirija algunas preguntas? A. K. –Con mucho gusto. Pero, antes de responderlas, creo útil manifestarle el terreno en que espero colocarme para responderle. Debo manifestarle que de ningún modo pretenderé convertirlo a nuestras ideas. Si desea conocerlas detalladamente, las encontrará en los libros donde están expuestas; allí las podrá usted estudiar detenidamente, y libre será de rechazarlas o aceptarlas. El Espiritismo tiene por objeto combatir la incredulidad y sus funestas consecuencias, dando pruebas patentes de la existencia del alma y de la vida futura. Se dirige, pues, a los que no creen en nada o que dudan, y usted lo sabe, el número de ellos es grande. Los que tienen una fe religiosa, y a los que basta esa fe, no tiene necesidad de él. Al que dice: “Yo creo en la autoridad de la Iglesia y me atengo a lo que enseña sin buscar nada más”, el Espiritismo responde que no se impone a nadie ni viene a forzar convicción alguna. La libertad de conciencia es una consecuencia de la libertad de pensar, que es uno de los atributos del hombre, y el Espiritismo se pondría en contradicción con sus principios de caridad y de tolerancia si no las respetase. A sus ojos, toda creencia, cuando es sincera y no induce a dañar al prójimo, es respetable aunque fuese errónea. Si alguien se empeña en creer, por ejemplo, que es el Sol el que da vueltas y no la Tierra, le diríamos: Créalo usted, si le place; porque eso no impedirá que la Tierra dé vueltas; pero del mismo modo que nosotros no procuramos violentar su conciencia, no procure usted violentar la de otros. Si convierte usted en instrumento de persecución una creencia inocente en sí misma, se trueca en nociva y puede ser combatida. Tal es, señor sacerdote, la línea de conducta que he observado con los ministros de diversos cultos que a mí se han dirigido. Cuando me han interrogado sobre puntos de la doctrina, les he dado las explicaciones necesarias, absteniéndome empero de discutir ciertos dogmas, de que no debe ocuparse el Espiritismo, ya que cada uno es libre de apreciarlos. Pero jamás he ido en busca de ellos con el intento de destruir su fe por medio de la coacción. El que a nosotros viene como hermano, como hermano lo recibimos. Al que nos rechaza le dejamos en paz. Este es el consejo que no ceso de dar a los espiritistas, porque jamás he elogiado a los que se atribuyen la misión de convertir al clero. Siempre les he dicho: Sembrad en el campo de los incrédulos, que en él hay abundante mies que recoger. El Espiritismo no se impone, porque, como he dicho, respeta la libertad de conciencia. Sabe, por otra parte, que toda creencia impuesta es superficial y sólo da las apariencias de fe, pero no la fe sincera. A la vista de todos expone sus principios, de modo que pueda cada uno formar opinión con conocimiento de causa. Los que los aceptan, laicos o sacerdotes, lo hacen libremente y porque los encuentran racionales; pero de ninguna manera abrigamos mala voluntad respecto de los que son de nuestro parecer. Si hay lucha entre la Iglesia y el Espiritismo, estamos convencidos de que no la hemos provocado nosotros. S. –Si la Iglesia, al ver surgir una nueva doctrina, encuentra en ella principios que, a su modo de ver, debe condenar, ¿Le negará usted el derecho de discutirlo y combatirlos, de prevenir a los fieles contra los que considera errores? A. K. –De ningún modo negamos un derecho que reclamamos para nosotros. Si la iglesia se hubiese encerrado en los límites de la discusión, nada mejor podíamos pedir. Pero lea usted la mayor parte de los escritos emanados de sus miembros o publicados en nombre de la religión, y los sermones que han sido predicados, y verá usted la injuria y la calumnia rebosando en todas partes, y los principios de la doctrina indigna y maliciosamente desfigurados. ¿No se ha oído calificar desde lo alto del púlpito de enemigos de la sociedad y del orden público a los espiritistas? ¿No han visto anatematizados y arrojados de la iglesia, a los que el Espiritismo ha atraído a la fe, dando por razón que más vale ser incrédulo que creer en Dios y en el alma por medio del Espiritismo? ¿No se han echado de menos para ellos las hogueras de la inquisición? En ciertas localidades, ¿No se les ha señalado a la animadversión de sus conciudadanos, hasta hacer que se les persiguiese e injuriase en las calles? ¿No se ha conjurado a todos los fieles a que se huyese de ellos, como a los apestados, e inducido a los criados a que no entrasen a su servicio? ¿No se ha solicitado de las mujeres que se separasen de sus maridos, y de los maridos que se separasen de sus mujeres por causa del Espiritismo? ¿No se ha hecho perder su plaza a los empleados, retirar a los obreros el pan del trabajo, y el de la caridad a los desgraciados porque eran espiritistas? Hasta los mismos ciegos han sido echados de los hospitales, porque no quisieron abjurar de su creencia. Y dígame usted, señor sacerdote, ¿Es ésta una discusión leal? ¿Acaso han vuelto injuria por injuria, y mal por mal los espiritistas? No. A todo han opuesto la calma y la moderación. La conciencia, pues, les ha hecho ya la justicia de decir que no han sido ellos los agresores. S. –Todo hombre sensato deplora tales excesos, pero la Iglesia no puede ser responsable de abusos cometidos por algunos de sus miembros poco ilustrados. A. K. –Convengo en ello, ¿Pero son miembros poco ilustrados los príncipes de la Iglesia? Vea usted la pastoral del obispo de Argel y de algunos otros. ¿Y no fue un obispo el que decretó el auto de fe de Barcelona? La autoridad superior eclesiástica, ¿No tiene poder omnímodo sobre sus subordinados? Si, pues, tolera sermones indignos de la cátedra evangélica, si favorece la publicación de escritos injuriosos y difamatorios para una clase de ciudadanos, si no se opone a la persecución ejercidas en nombre de la religión, es porque aprueba todo eso. En resumen, rechazando sistemáticamente la Iglesia a los espiritistas que a ella volvían, les ha obligado a replegarse sobre sí mismos, y por la naturaleza y violencia de sus ataques ha ensanchado la discusión trayéndola a otro terreno. El Espiritismo no era más que una simple doctrina filosófica; la Iglesia es quien lo ha engrandecido, presentándolo como un enemigo terrible, quien, en fin, la ha proclamado una nueva religión. Esta era una falta de destreza, pero la pasión no reflexiona. Un librepensador. –Hace un momento proclamó usted la libertad de pensamiento y de conciencia, y declaró que toda creencia sincera es respetable. El materialismo es una creencia como otra cualquiera, ¿Por qué no ha de gozar de la libertad que concede usted a las otras? A. K. –Seguramente cada uno es libre de creer lo que le plazca o de no creer en nada, y no legitimamos una persecución contra el que cree en la nada después de la muerte, y como tampoco la dirigida contra un cismático de una religión cualquiera. Combatiendo el materialismo, atacamos no a los individuos, sino a una doctrina que, si bien es inofensiva para la sociedad cuando se cierra en el foro interno de la conciencia de las personas ilustradas, es una llaga social si se generaliza. La creencia de que todo acaba para el hombre después de la muerte, de que toda solidaridad cesa con la vida, le conduce a considerar el sacrificio del bienestar presente en provecho de otro como una tontería, y de aquí la máxima: Cada uno para sí, durante la vida, puesto que nada hay después de ésta. La caridad, la fraternidad, la moral, en una palabra, no tienen ninguna base, ninguna razón de ser. ¿Por qué molestarse, reprimirse, privarse hoy, cuando acaso mañana no existiremos? La negación del porvenir, la simple duda sobre la vida futura, son los mayores estímulos del egoísmo, manantial de la mayor parte de los males de la humanidad. Se necesita gran virtud para ser retenido en la pendiente del vicio y del crimen, sin otro freno que la fuerza de su voluntad. El respeto humano puede detener al hombre de mundo, pero no aquel para quien el temor de la opinión es nulo. La creencia de la vida futura, demostrando la perpetuidad de las relaciones entre los hombres, establece entre ellos una solidaridad que no se detiene en la tumba, cambiando así el curso de las ideas. Si esta creencia no fuera más que un vano espantajo, sólo en una época hubiese existido. Pero como su realidad es un hecho de experiencia, es un deber propagarla y combatir la creencia contraria en interés del orden social. Esto es lo que hace el Espiritismo, lo hace con éxito, porque da pruebas, y porque en definitiva el hombre percibe la certeza de vivir dichoso en un mundo mejor, en compensación de las miserias terrestres, que creer que se muere para siempre. El pensamiento de verse anonadado perpetuamente, de creer a los hijos y a los seres que nos son queridos perdidos sin esperanza, sonríe, créalo usted, a un número de personas muy reducido. Y de aquí depende que los ataques dirigidos contra el Espiritismo en nombre de la incredulidad tengan tan poco éxito, y no lo han hecho vacilar un instante. S. –La religión enseña todo eso; hasta el presente ha sido ella suficiente, ¿Hay por ventura necesidad de una nueva doctrina? A. K. –Si basta la religión, ¿Por qué hay tantos incrédulos, religiosamente hablando? La religión nos lo enseña, es cierto, nos dice que creamos en ello, ¡Pero hay tantas personas que no creen si no se les prueba lo que se les dice! El Espiritismo prueba y hace ver lo que la religión enseña teóricamente. ¿Y de dónde proceden semejantes pruebas? De la manifestación de los espíritus. Es probable, pues, que sólo con permiso de Dios se manifiesten, y si Dios en su misericordia envía tal recurso a los hombres, para sacarlos de la incredulidad, es una impiedad rechazarlo. S. –No me negará usted, sin embargo, que el Espiritismo no está conforme en todos sus puntos con la religión. A. K. –Por Dios, señor sacerdote, todas las religiones pueden decir lo mismo: los protestantes, los judíos, los musulmanes, lo mismo que los católicos. Si el Espiritismo negase la existencia de Dios, del alma, su individualidad y su inmortalidad, las penas y las recompensas futuras, el libre albedrío del hombre. Si enseñase que cada uno vive en la Tierra y que sólo en sí debe pensar, sería contrario no sólo a la religión católica, sino a todas las religiones del mundo; sería la negación de todas las leyes morales, base de las sociedades humanas, lejos de esto, los espíritus proclaman un Dios único, soberanamente justo y bueno; dicen que el hombre es libre y responsable de sus actos, remunerando y castigado según el bien o el mal que haya hecho; ponen por encima de todas las virtudes la caridad evangélica, y esta regla sublime enseñada por Cristo: Hacer a los otros lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros. ¿No son esto los fundamentos de la religión? Hacen más aún: Nos inician en los misterios de la vida futura, que no es ya para nosotros una abstracción, sino una realidad, porque los mismos a quienes conocíamos son los que nos vienen a reflejarnos su situación o decirnos cómo y por qué sufren o son dichosos. ¿Qué hay en esto de antirreligioso? Esta certeza en el porvenir de encontrar a los que hemos amado, ¿No es un consuelo? La grandiosidad de la vida espiritual, que es su esencia, comparada con las mezquinas preocupaciones de la vida terrestre, ¿No es a propósito para elevar nuestra alma y para estimular al bien? S. –Convengo en que respecto de las cuestiones generales el Espiritismo está conforme con las grandes verdades del cristianismo, ¿Pero sucede lo mismo en cuanto a los dogmas? ¿Acaso no contradice ciertos principios que nos enseña la Iglesia? A. K. –El Espiritismo es ante todo una ciencia y no se ocupa en cuestiones dogmáticas. Esta ciencia, como todas las filosóficas, tiene consecuencias morales, ¿Son buenas o malas? Puede juzgarse de ellas por los principios generales que acabo de recordar. Algunas personas se han equivocado sobre el verdadero carácter del Espiritismo, y esta cuestión es bastante seria, para que nos merezca algún desarrollo. Citemos ante todo una comparación: estando en la Naturaleza la electricidad, ha existido en todos los tiempo, produciendo los efectos que conocemos y muchos otros que no conocemos aún. Los hombres, ignorando la verdadera causa, han explicado aquellos efectos de una manera más o menos extravagante. El descubrimiento de la electricidad y de sus propiedades vino a destruir una multitud de absurdas teorías iluminando más de un misterio de la Naturaleza. Lo que la electricidad y las ciencias físicas en general han hecho en ciertos fenómenos, lo hace el Espiritismo en fenómenos de otro orden. El Espiritismo está fundado en la existencia de un mundo invisible formado de seres incorpóreos que pueblan el espacio, y que no son otros que las almas de los que han vivido en la Tierra o en otros globos, donde han dejado su envoltura material. Estos son los seres que designamos con el nombre de Espíritu; nos rodean sin cesar y ejercen en los hombres, a pesar de éstos, una gran influencia; desempeñan un papel muy activo en el mundo moral, y hasta cierto punto en el físico. El Espiritismo está, pues, en la Naturaleza, y se puede decir que, en un cierto orden de ideas, es una fuerza, como lo es la electricidad y la gravitación bajo otro punto de vista. Los fenómenos cuyo origen está en el mundo invisible, han debido producirse y se han producido, en efecto, en todos los tiempos. He aquí por qué la historia de todos los pueblos hace mención de ellos. Únicamente en su ignorancia, como para la electricidad, los hombres han atribuido esos fenómenos a causas más o menos racionales, dando, bajo este concepto, libre curso a su imaginación. El Espiritismo, mejor observado después de que se ha vulgarizado, ilumina una multitud de cuestiones hasta hoy irrecusables o mal comprendidas, su verdadero carácter es, pues, el de una ciencia y no de una religión; y la prueba está en que cuenta entre sus adeptos hombres de todas las creencias, sin que por esto hayan renunciado a sus convicciones; católicos fervientes, que no dejan de practicar todos los deberes de su culto, cuando no son rechazados por la Iglesia, protestantes de todas sectas, israelitas, musulmanes y hasta budistas y brahmanistas. Está basado, pues, en principios independientes de toda cuestión dogmática. Sus consecuencias morales están implícitamente en el Cristianismo, porque de todas las doctrinas el Cristianismo es la más digna y la más pura, y por esto, de todas las sectas religiosas del mundo, los cristianos son los más aptos para comprenderlo en toda su verdadera esencia. ¿Puede reprochársele por esto? Sin duda puede cada uno hacerse una religión de sus opiniones, interpretar a su gusto las religiones conocidas, pero de aquí a la constitución de una nueva Iglesia hay gran distancia. S. ¿No hace usted, sin embargo, las evocaciones según una fórmula religiosa? A. K. –Seguramente nos anima un sentimiento religioso en las evocaciones y en nuestras reuniones, pero no existe una fórmula sacramental; para los espíritus el pensamiento lo es todo, y nada la forma. Los llamamos en nombre de Dios porque creemos en Dios y sabemos que nada se cumple en este mundo sin su permiso, y porque si Dios no les permitiese venir no vendrían. En nuestros trabajos procedemos con calma y recogimiento, porque es una condición necesaria para las observaciones, y en segundo lugar porque conocemos el respeto que se debe a los que ya no viven en la Tierra, cualquiera que sea su condición feliz o desgraciada en el mundo de los espíritus. Hacemos un llamamiento a los buenos espíritus, porque sabiendo que los hay buenos y malos, procuramos que estos últimos no vengan a mezclarse fraudulentamente en las comunicaciones que recibimos. ¿Qué prueba todo esto? Que no somos ateos, pero esto no implica de ningún modo que seamos religionarios. S. -Pues bien, ¿Qué dicen los espíritus superiores en lo tocante a la religión? Los buenos deben aconsejarnos y guiarnos. Supongamos que yo no tengo ninguna religión, y quiero escoger una. Si les pregunto: me aconsejáis que me haga católico, protestante, anglicano, cuákero, judío, mahometano o mormón, ¿Qué responderán? A. K. –En todas las religiones hay que considerar dos puntos: los principios generales, comunes a todas, y los peculiares de cada una. Los primeros son los que acabamos de mencionar, y éstos los proclaman todos los espíritus, cualquiera que sea su rango. En cuanto a los segundo, los espíritus vulgares, sin ser malos, pueden tener preferencias, opiniones. Pueden preconizar tal o cual forma. Pueden, pues, inducir a ciertas prácticas, ya por convicción personal, ya porque conservan las ideas de la vida terrestre, ya por prudencia a fin de no lastimar las conciencias timoratas. ¿Cree usted, por ejemplo, que un espíritu ilustrado, aunque fuese el mismo Fenelón, dirigiéndose a un musulmán, le diría con poco tacto que Mahoma es un impostor, y que se condenará si no se hace cristiano? Se guardará muy bien, porque sería rechazado. Los espíritus superiores, en general, cuando no son solicitados por ninguna consideración especial, no se ocupan de pormenores, y se limitan a decir: “Dios es bueno y justo, sólo quiere el bien; la mejor, pues, de todas las religiones es la que sólo enseña lo que está conforme con la bondad y la justicia de Dios; la que da de Él la idea más grande, más sublime y no lo rebaja atribuyéndole las pequeñeces y pasiones de la humanidad, la que hace a los hombres buenos y virtuosos y les enseña a amarse todos como hermanos; la que condena todo mal hecho al prójimo; la que bajo ninguna forma ni pretexto autoriza la justicia; la que no prescribe nada contrario a las leyes inmutables de la naturaleza, porque Dios no puede contrariarse; aquella cuyos ministros dan el mejor ejemplo de bondad, caridad y moralidad; la que más tiende a combatir el egoísmo y menos contemporice con el orgullo y vanidad de los hombres; aquella, en fin, en cuyo nombre menos mal se comete, porque una buena religión no puede ser pretexto de mal alguno: no debe dejar ninguna puerta abierta ni directamente, ni por interpretación. “Ved, juzgad y escoged”. S. –Supongamos que ciertos puntos de la doctrina católica sean negados por los espíritus que usted considera superiores; supongo que esos pueden ser erróneos; aquel que con razón o sin ella los crea artículos de fe y que obra en consecuencia, ¿Se verá perjudicado en su salvación, según los espíritus, por semejante creencia? A. K. –No ciertamente, si ella no le impide el hacer el bien y al contrario si a él le impele; mientras que la creencia más fundada le perjudicará si es para él ocasión de hacer el mal, de no ser caritativo con su prójimo, si le hace duro y egoísta, porque no obra entonces según la ley de Dios, y Dios mira antes el pensamiento que los actos. ¿Quién se atreverá a sostener lo contrario? ¿Cree usted, por ejemplo, que sería provechoso la fe a un hombre que creyese perfectamente en Dios, y que en nombre de Dios cometiese actos inhumanos o contrarios a la caridad? ¿No es acaso mucho más culpable, porque tiene más medios de estar ilustrado? S. –Así, el católico ferviente que cumple escrupulosamente los deberes de su culto, ¿No es censurado por los espíritus? A. K. –No, si esto es para él cuestión de conciencia y si lo hace con sinceridad; sí, mil veces, si es hipócrita y si su piedad es aparente. Los espíritus superiores, los que tienen por misión el progreso de la humanidad, se levantan contra todos los abusos que puedan retardar el progreso, cualquiera que sea la naturaleza de aquéllos, y los individuos y las clases de la sociedad que de ellos se aprovechan. Y usted no negará que la religión no siempre se ha visto exenta de los mismos. Si entre sus ministros los hay que cumplen su misión con abnegación cristiana, que la hacen grande, bella y respetable, no puede usted dejar de convenir que notados han comprendido la santidad de su ministerio. Los espíritus combaten el mal dondequiera que se encuentre; señalar los abusos de la religión, ¿Equivale a atacarla? No, pues tiene mayores enemigos que los difunden; porque estos abusos son los que hacen nacer la idea de que con algo mejor puede sustituírsela. Si algún peligro corriese la religión, sería preciso atribuirlo a los que dan de ella una idea falsa, haciendo de la misma arma de pasiones humanas, y que la explotan en provecho de su ambición. S. –Usted dice que el Espiritismo no discute los dogmas, y sin embargo admite ciertos puntos combatidos por la Iglesia, tales, por ejemplo, la reencarnación, la presencia del hombre en la Tierra antes de Adán, y niega la eternidad de las penas, la existencia de los demonios, el purgatorio y el fuego del infierno. A. K. –Esos puntos se han discutido desde hace mucho tiempo, y no es el Espiritismo quien los ha puesto en tela de juicio; opiniones son esas de las cuales son algunas controvertidas por la misma teología y que juzgará el porvenir. A todas las domina un principio: la práctica del bien, que es la ley superior, la condición sine qua non de nuestro porvenir, como lo prueba el estado de los espíritus que con nosotros se comunican. En tanto que se haga para usted la luz sobre estas cuestiones, crea, si lo quiere, en las llamas y en los tormentos materiales si esto le puede alejar del mal: la creencia de usted no los hará más reales si es que no existen. Crea usted, si le place, que no tenemos más que una existencia corporal; esto no le impedirá renacer aquí o en otra parte, a pesar de usted, si así debe ser. Crea usted que el mundo entero y verdadero fue hecho en seis veces veinticuatro horas, si tal es su opinión: esto no impedirá que la Tierra tenga escritas en sus capas geológicas las pruebas de lo contrario. Crea usted, si así lo quiere, que Josué detuvo el Sol: esto no impedirá que la Tierra gire. Crea usted que sólo seis mil años hace que el hombre está en la Tierra; esto no impedirá que los hechos demuestren la imposibilidad de esa creencia. ¿Y que diría usted si el día menos pensado la inexorable geología viniese a demostrar, con patentes vestigios, la anterioridad del hombre, como ha demostrado tantas otras cosas? Crea usted lo que quiera, hasta en el diablo, si esta creencia puede hacerle bueno, humano y caritativo para con sus semejantes. El Espiritismo, como doctrina moral, sólo impone una cosa: la necesidad de hacer el bien y de no practicar el mal. Es una ciencia de observación, con que, vuelvo a repetirlo, tiene consecuencias morales, y éstas son la confirmación y la prueba de los grandes principios de la religión. En cuanto a los puntos secundarios, los deja a la conciencia de cada uno. Pero note usted, caballero, que el Espiritismo no niega, en principio, algunos de los puntos divergentes de que usted acaba de hablar. Si hubiese usted leído todo lo que yo he escrito sobre este particular, hubiera visto que se limita a darles una interpretación más lógica y más racional que la vulgarmente admitida, así es que no niego el purgatorio, por ejemplo; demuestra por el contrario su necesidad y su justicia; pero hace más aún, lo define, el infierno ha sido descrito como una hoguera inmensa; ¿Pero es así como lo entiende la alta teología? No, evidentemente: dice que es una figura, que el fuego en que se abrasan los condenados es un fuego moral, símbolo de lo más grandes dolores. En cuanto a la eternidad de las penas, si fuese posible pedirles su parecer para conocerles su opinión íntima, a todos los hombres en disposición de razonar y comprender, aun los más religiosos, se vería de qué parte está la mayoría, porque la idea de la eternidad, de los suplicios, es la negación de la infinita misericordia de Dios. Por lo demás, he aquí lo que dice la doctrina espiritista sobre este particular: la duración del castigo está subordinada al mejoramiento del Espíritu culpable. Ninguna condenación se ha pronunciado contra él por un tiempo determinado. Lo que Dios le exige para poner un término a sus sufrimientos es el arrepentimiento, la expiación y la reparación; en una palabra, un mejoramiento serio, efectivo, y una vuelta sincera al bien. El Espíritu es así el árbitro de su propia suerte; puede prolongar sus sufrimientos por su persistencia en el mal, y aplacarlos o abreviarlos con sus esfuerzos para hacer el bien. Estando la duración del castigo subordinada al arrepentimiento, resulta que el Espíritu culpable que no se arrepiente ni mejorase nunca, sufriría siempre, siendo para él eterna la pena. La eternidad de las penas, pues, debe entenderse en sentido relativo, y no en sentido absoluto. Una condición inherente a la inferioridad de los espíritus es la de no ver el término de su situación y creer que sufrirán siempre; esto es para ellos un castigo. Pero en cuanto se abre en su alma el arrepentimiento, Dios le hace entrever un rayo de esperanza. Esta doctrina está evidentemente más conforme con la justicia de Dios, quien castiga mientras persistimos en el mal, y que perdona cuando entramos en el buen camino. ¿Quién la ha imaginado? ¿Nosotros? No; son los espíritus que la enseñan y prueban, por los ejemplos que diariamente nos ofrecen. Los espíritus no niegan, pues, las penas futuras, puesto que describen sus propios sufrimientos, y este cuadro nos conmueve más que el de las llamas eternas, porque es perfectamente lógico. Se comprende que esto es posible, que debe ser así, que esa situación es consecuencia natural de las cosas. Puede ser aceptada por el pensamiento del filósofo, porque nada de ello repugna a la razón. He aquí por qué las creencias espiritistas han conducido al bien a una multitud de personas, materialistas algunas, a quienes no había detenido el temor del infierno tal como se nos describe. S. –Sin dejar de admitir su razonamiento, ¿No creer usted que el vulgo necesita más imágenes plásticas que una filosofía que no puede comprender? A. K. –Este es un error que ha producido más de un materialista; o por lo menos separado de la religión a más de un hombre. Viene un momento en que estas imágenes no impresionan, y entonces las personas que no profundizan, con la parte rechazan el todo, porque se dicen: si se me ha enseñado como verdad incontestable un punto falso, si se me ha dado una imagen, una figura en vez de la realidad, ¿Quién me asegura que el resto es más verdadero? La fe se fortifica, por el contrario, si desarrollándole la razón, nada rechaza. La religión ganará siempre siguiendo el progreso de las ideas, y si hubiese de peligrar algún día, sería porque, habiendo adelantado los hombres, permaneciese ella estacionaria. Es equivocar la época creer que hoy puede conducirse a los hombres por el temor al demonio y a los sufrimientos eternos. S. –La iglesia reconoce hoy, efectivamente, que el infierno material es una figura; pero esto no excluye la existencia de los demonios. Sin ellos, ¿Cómo explicar la influencia del mal que no puede venir de Dios? A. K. –El Espiritismo no admite los demonios, en el sentido vulgar de la palabra, pero admite los malos espíritus, que no valen mucho más y que causan tanto mal como ellos sugiriendo malos pensamientos. Únicamente dice que no son seres excepcionales, creados para el mal y perpetuamente destinados a él, especie de parias de la Creación y verdugos del género humano. Son seres atrasados, imperfectos aún, pero a los cuales reserva Dios el porvenir. Esté en esto conforme con la iglesia católica griega que admite la conversión de Satanás, alusión al mejoramiento de los malos espíritus. Note usted también, que la palabra demonio sólo implica la idea de Espíritu malo en la acepción moderna que se le ha dado, porque la palabra griega daimon significa genio, inteligencia. Como quiera que sea, hoy sólo se le admite a mala parte. Admitir la comunicación de los malos espíritus es reconocer en principio la realidad de las manifestaciones. La cuestión está en saber si sólo son ellos los que se comunican, según afirma la Iglesia, para motivar la prohibición de comunicar con los espíritus. Aquí invocamos el razonamiento y los hechos. Si algunos espíritus, cualesquiera que sean, se comunican, sólo es con permiso de Dios; ¿Y por qué comprenderse que sólo a los malos se les permite? ¿Cómo daría a éstos amplia libertad para venir a engañar a los hombres, y prohibiría a los buenos el venir a hacerles la oposición, a neutralizar sus perniciosas doctrinas? Creer que es así, ¿No sería poner en duda su poder y su bondad y hacer de Satanás un rival de la Divinidad? La Biblia, el Evangelio, los Padres de la Iglesia reconocen perfectamente la posibilidad de comunicar con el mundo invisible, del cual no están excluidos los buenos. ¿Por qué, pues, habrían de estarlo hoy? Por otra parte, al admitir la Iglesia la autenticidad de ciertas apariciones y comunicaciones de los santos, rechaza por lo mismo la idea de que sólo tengamos que habérnoslas con malos espíritus. Ciertamente, cuando sólo buenas cosas encierran las comunicaciones, cuando sólo en ellas se predica la más pura y sublime moral evangélica, la abnegación, el desinterés y el amor al prójimo, cuando en ellos se censura el mal, cualquiera de sea el traje en que se disfrace, ¿Es racional creer que el Espíritu maligno venga de tal manera a hacer su propia acusación? S. –El evangelio nos enseña que el ángel de las tinieblas, o Satanás, se transforma en ángel de luz para seducir a los hombres. A. K. –Satanás, según el Espiritismo y la opinión de muchos filósofos cristianos, no es un ser real, sino la personificación del mal, como en otro tiempo lo era Saturno del tiempo. La Iglesia interpreta literalmente esta figura alegórica; asunto de opinión es éste que no discutiré. Admitamos por un instante que Satanás sea un ser real; la Iglesia, a fuerza de exagerar su poder con intención de atemorizar, llega a un resultado diametralmente opuesto, es decir, a la destrucción no ya de todo temor, sino de toda creencia en su persona, por el proverbio de que quien quiere probar mucho nada prueba. Se representa como eminentemente sagaz, mañoso y astuto, y en la cuestión del Espiritismo le hace desempeñar el papel de un tonto o de un torpe. Puesto que el objeto de Satanás es alimentar el infierno con sus víctimas y robar almas a Dios, se comprende que se dirija a los que están en el bien para inducirles al mal, y que para ellos se transforme, según la bella alegoría, en ángel de luz, es decir, que simule hipócritamente la virtud. Pero lo que no se comprende es que deje escapar a los que tiene ya entre sus garras. Los que no creen en Dios ni en el alma, los que desprecian la oración y están sumidos en el vicio son, tanto como pueden serlo, del diablo, y nada hay ya que hacer para hundirlos más en el lodazal. Luego, incitarlos a volver a Dios, a rogarle, a someterse a su voluntad, animarlos a renunciar al mal, pintándolos la felicidad de los elegidos y la triste suerte que espera a los malvados, sería propio de un negado más estúpido que si se diese libertad a un pájaro prisionero con la idea de volverlo a coger enseguida. Hay, pues, en la doctrina de la comunicación exclusiva de los demonios una contradicción que puede apreciar todo hombre sensato, y por esto no se persuadirá nunca de que los espíritus que vuelven a Dios a los que le negaban, al bien a los que hacían el mal, que consuelan a los afligidos, que dan fuerza y a ánimo a los débiles, que por la sublimidad de su enseñanza elevan el alma por encima de la vida material, son emisarios de Satanás, y que por este motivo debe prescindirse de toda revelación con el mundo invisible. S. –Si la Iglesia prohíbe las comunicaciones con los espíritus de los muertos, es porque son contrarias a la religión y por estar formalmente condenadas por el Evangelio y por Moisés. Al pronunciar este último la pena de muerte contra semejantes prácticas, prueba lo reprensibles que son a los ojos de Dios. A. K. –Dispense usted, esa prohibición no se encuentra en parte alguna del Evangelio; sólo se halla en la ley mosaica. Se trata, pues, de saber si la Iglesia pone la ley mosaica por encima de la evangélica, o de otro modo, de si es más Judía que cristiana: es digno de notarse que, de todas las religiones, la que menos oposición ha hecho al Espiritismo es la judaica, y que no ha invocado contra las evocaciones la ley de Moisés en que se apoya las sectas cristianas. Si las prescripciones bíblicas son el código de la fe cristiana, ¿Por qué se prohíbe la lectura de la Biblia? ¿Qué se diría si se prohibiese a un ciudadano estudiar el código de las leyes de su país? La prohibición dictada por Moisés tenía su razón de ser, porque el legislador hebreo quería que su pueblo rompiese con todas las costumbres tomadas de los egipcios, y porque la de que tratamos era objeto de abusos. No se evocaba a los muertos por respeto y afecto hacia ellos, ni por sentimiento de piedad, sino que era aquel un medio de adivinación, objeto de un tráfico vergonzoso explotado por el charlatanismo y la superstición. Moisés tuvo, pues, razón en prohibirlo. Si pronunció contra semejante abuso una penalidad severa, fue porque se necesitaba medios rigurosos para gobernar aquel pueblo indisciplinado, motivo por el cual la pena de muerte se prodiga en su legislación. Sin razón, pues, se acude a la severidad del castigo para probar el grado de culpabilidad que hay en la evocación de los muertos. Sin la prohibición de evocar a los muertos procede del mismo Dios, como pretende la Iglesia, debe haber sido Dios quien ha dictado la pena de muerte contra los delincuentes. La pena, pues, tiene un origen tan sagrado como la prohibición; ¿Por qué no se la ha conservado? Todas las leyes de Moisés son promulgadas en nombre de Dios y por su orden. Si se cree que Dios es el autor de ella, ¿Por qué no están ya en observación? Si la ley de Moisés es para la Iglesia artículo de fe sobre un punto, ¿Por qué no lo es sobre todo? ¿Por qué recurrir a ella cuando se la necesita y rechazarla cuando no conviene? ¿Por qué no seguir todas sus prescripciones, la circuncisión entre ellas, que sufrió Jesús y no abolió? Dos partes había en la ley mosaica: 1º La ley de Dios, es divina, y Cristo no hizo más que desarrollarla; 2º La ley civil o disciplinaria, apropiada a las costumbres de la época y que Jesús abolió. Hoy las circunstancias no son las mismas, y la prohibición de Moisés carece de motivo. Por otra parte, si la Iglesia prohíbe llamar a los espíritus, ¿Puede prohibirles a ellos que vengan sin que se les llame? ¿No se ve todos los días que tienen manifestaciones de todos géneros personas que nunca se han ocupado del Espiritismo, y no las había que las tenían mucho antes de que se tratase de él? Otra contradicción. Cuando Moisés prohibió evocar los espíritus de los muertos es porque podían venir, pues de otro modo su prohibición hubiera sido inútil. Si podían venir en su época, lo pueden también hoy, y si son los espíritus de los muertos, no son, pues, exclusivamente los demonios. Ante todo es preciso ser lógico. S. –La Iglesia no niega que puedan comunicarse los buenos espíritus, pues reconoce que los santos han tenido manifestaciones, pero nunca puede considerar como buenos a los que contradicen sus principios inmutables. Cierto es que los espíritus enseñan las penas y recompensas futuras, pero no como ella, y por esto únicamente ella puede juzgar sus enseñanzas y discernir los buenos de los malos. A. K. –He aquí la gran cuestión. Galileo fue acusado de hereje y de recibir inspiraciones del demonio, porque venía a revelar una ley de la Naturaleza, probando el error de una creencia que se miraba como inatacable, por lo cual fue condenado y excomulgado. Si sobre todos los puntos hubiesen abundado los espíritus en el sentido exclusivo de la Iglesia, si no hubiesen proclamado la libertad de conciencia y combatido ciertos abusos, hubieran sido bienvenidos y no se les hubiese calificado de demonios. Tal es la razón por la que todas las religiones, lo mismo los musulmanes que los católicos, creyéndose en posesión exclusiva de la verdad absoluta, miran como obra del demonio cualquier doctrina que no sea enteramente ortodoxa desde su punto de vista. Los espíritus no vienen a derribar la religión, sino a revelar, como Galileo, nuevas leyes de la Naturaleza. Si algunos puntos de fe se sienten lastimados, es porque están en contradicción con dichas leyes, lo mismo que la creencia en el movimiento del Sol. La cuestión está en saber si un artículo de fe puede anular una ley de la Naturaleza que es obra de Dios; y reconocida esta ley, ¿No es más prudente interpretar el dogma en el sentido de aquella que atribuirla al demonio? S. –Pasemos por alto la cuestión de los demonios; sé que es diversamente interpretada por los teólogos, pero me parece más difícil de conciliar con los dogmas el sistema de la reencarnación, porque no es otra cosa que la renovación de la metempsicosis de Pitágoras. A. K. –No es éste el momento de discutir una cuestión que exigiría amplio desarrollo; la encontrará expuesta en El Libro de los Espíritus y en El Evangelio según el Espiritismo: sólo diré, pues, dos palabras. La metempsicosis de los antiguos consistía en la transmigración del alma humana a los animales, lo que implicaba una degradación. Por lo demás, esta doctrina no era lo que vulgarmente se cree. La transmigración de los animales no era considerada como una condición inherente a la naturaleza del alma humana, sino como un castigo temporal. Así, las almas de los asesinos pasaban al cuerpo de las fieras para recibir en él su castigo, la de los impúdicos a los cerdos y jabalíes, la de los inconscientes y aturdidos a las aves, la de los perezosos e ignorantes a los animales acuáticos; después de algunos miles de años, más o menos según la culpabilidad, de esta especie de prisión, volvía el alma a entrar en la Humanidad. La encarnación animal no era, pues, una condición absoluta, y se ligaba, como se ve, a la reencarnación humana, y es prueba de esto el que el castigo de los hombres tímidos consistía en pasar al cuerpo de las mujeres expuestas al desprecio y a las injurias. (4) Era una especie de espantajo para los cándidos, más bien que un artículo de fe para los filósofos. De la misma manera que se dice a los niños: “Si sois malos, se os comerá el lobo”, los antiguos decían a los criminales: “Os convertiréis en lobos”. En la actualidad se les dice: “El diablo os cogerá y os llevará al infierno”. La pluralidad de existencias, según el Espiritismo, difiere esencialmente de la metempsicosis, porque no admite la encarnación del alma en los animales, ni siquiera como castigo. Los espíritus enseñan que el alma no retrocede nunca, sino que progresa siempre. Sus diferentes existencias corporales se realizan en la Humanidad, y cada existencia es para ellos un paso hacia delante en la senda del progreso moral e intelectual, lo que es muy diferente. No pudiendo adquirir un desarrollo completo en una sola existencia, abreviada frecuentemente por causas accidentales, Dios le permite continuar, en una nueva encarnación, la tarea que no pudo concluir o volver a empezar la que desempeñó mal. La expiación en la vida corporal consiste en las tribulaciones que durante ella sufrimos. Para saber si la pluralidad de existencias es o no contraria a ciertos dogmas de la Iglesia, me limito a decir lo siguiente: Una de dos, o la encarnación existe o no existe. Si ocurre lo primero, es prueba que está en las leyes de la Naturaleza. Para probar que no existe, sería preciso probar que es contraria, no a los dogmas, sino a aquellas leyes, y que se pudiese encontrar otra que explicara más clara y lógicamente las cuestiones que sólo ella puede resolver. 4. véase la Pluralidad del alma, por Pezzani. Por lo demás, es fácil demostrar que ciertos dogmas encuentran en la reencarnación una sensación racional que los hace aceptables a los que los rechazaban porque no los comprendían. No se trata, pues, de destruir, sino de interpretar lo cual tendrá lugar más tarde por la fuerza de las cosas. Los que no quieran aceptar la interpretación será libres de hacerlo, como todavía lo son hoy de creer que es el Sol el que gira. La idea de la pluralidad de existencias se vulgariza con una rapidez maravillosa, en razón de su extrema lógica y de su conformidad con la justicia de Dios. Cuando sea reconocida como verdad natural y aceptada por todo el mundo, ¿Qué hará la Iglesia? En resumen, la reencarnación no es un sistema imaginado para el sostenimiento de una causa ni una opinión personal. ¿Es o no es un hecho? Si está demostrado que ciertas cosas que existen son materialmente imposibles sin la reencarnación, es preciso admitir que son consecuencias de la reencarnación; y si está en la Naturaleza, no podrá ser anulada por una opinión contraria. S. -¿Los que no creen en los espíritus y en sus manifestaciones llevan, al decir de los espíritus, la peor parte en la vida futura? A. K. –Si esta creencia fuera indispensable para la salvación de los hombres, ¿Qué sería de los que, desde que el mundo existe, no estaban en condiciones de poseerla y de los que, por mucho tiempo aún, morirán sin tenerla? ¿Puede Dios cerrarles las puertas del porvenir? No, los espíritus que nos instruyen son más lógicos, y nos dicen: Dios es soberanamente justo y bueno, y no hace depender la suerte futura del hombre de condiciones independientes de su voluntad. No dicen: Fuera del Espiritismo no hay salvación, sino como Cristo: Fuera de la caridad no hay salvación posible. S. –Permítame entonces que le diga que, desde el momento que los espíritus no enseñan otros principios que los de la moral que encontramos en el Evangelio, no comprendo la utilidad del Espiritismo, puesto que podíamos conseguir nuestra salvación antes de él y puesto que sin él podemos conseguirla aún. No sucedería lo mismo si los espíritus viniesen a enseñar algunas grandes y nuevas verdades, alguno de esos principios que cambian la faz del mundo, como hizo Cristo. Este por lo menos era solo, su doctrina única, mientras que hay millares de espíritus que se contradicen, diciendo blanco los unos y los otros negro, de donde se ha seguido que, desde un principio, sus partidarios forman ya muchas sectas. ¿No sería mejor dejar tranquilos a los espíritus y atenernos a lo que poseemos? A. K. –Usted incurre, caballero, en el error de no salir de su punto de vista, y de tomar siempre a la Iglesia como único criterio de los conocimientos humanos. Si Cristo dijo la verdad, no podía decir otra cosa distinta el Espiritismo, y en vez de rechazarlo, se le debería acoger como un poderoso auxiliar que viene a confirmar, por las voces de ultratumba, las verdades fundamentales de la religión minadas por la incredulidad. Que le combata el materialismo, se comprende; pero que la Iglesia se alíe contra él con el materialismo, es menos concebible. Lo que también es tan inconsecuente como lo dicho, es que la Iglesia califica de demoníaca una enseñanza que se apoya en la misma autoridad, y que proclama la misión divina del fundador del cristianismo. ¿Pero Cristo lo dijo todo? ¿Podía revelarlo todo? No, porque Él dijo: “Muchas cosas tengo aún que deciros, pero no las comprenderíais, por eso os hablo en parábolas”. El Espiritismo viene hoy que el hombre está más adelantado para comprenderlo, a completar y explicar lo que Cristo intencionalmente esbozó tan sólo, o dijo bajo forma alegórica. Indudablemente dirá usted que esta explicación pertenecía a la Iglesia. ¿Pero a cual? ¿A la romana, a la griega, a la protestante? Puesto que no están acordes, cada una hubiese dado la explicación a su modo y reivindicado el privilegio de darla. ¿Cuál hubiese sido la que hubiera armonizado todos los puntos disidentes? Dios, que es prudente, previendo que a tal explicación mezclarían los hombres sus pasiones y sus preocupaciones, no han querido confiarles esta nueva revelación, y ha encargado a sus semejantes los espíritus que la proclamen en todos los puntos del globo, sin miramiento a ningún culto particular, a fin de que pudiese aplicarse a todos y que ninguna la emplee en provecho propio. Por otra parte, ¿Los diversos cultos cristianos no se han separado en nada de la vía trazada por Cristo? ¿Sus preceptos de moral son escrupulosos observados? ¿No se han torturado sus palabras para apoyar en ellas la ambición y las pasiones humanas, siendo así que son la condenación de las mismas? El Espiritismo, pues, por la voz de los espíritus enviados por Dios, viene a traer a la estricta observación de sus preceptos a los que de ellos se ha separado. ¿No será especialmente este último motivo el que le trae el calificativo de obra satánica? Sin razón llama usted sectas a algunas divergencias de opiniones respecto de los fenómenos espiritistas. No es de extrañar que al principio de una ciencia, cuando para muchos las observaciones eran incompletas teorías contradictorias. Pero estas teorías estriban en puntos de desarrollo y no en los principios fundamentales. Pueden constituir escuelas que explican ciertos hechos a su manera, pero no sectas, como no lo son los diferentes sistemas que dividen a nuestros sabios sobre las ciencias exactas, la medicina, la física, etc. Suprima usted la palabra secta, que es impropia en el caso presente. Y por otra parte, ¿El mismo cristianismo no ocasionó, desde su origen, una multitud de sectas? ¿Por qué no ha sido la palabra de Cristo bastante poderosa para poner silencio a todas las controversias? ¿Por qué es susceptible de interpretaciones que, aun en nuestros días, dividen a los cristianos en diferentes Iglesias que pretenden todas tener exclusivamente la verdad necesaria a la salvación, detestándose cordialmente y anatematizándose en nombre de su Maestro, que el amor y caridad predicó únicamente? La debilidad de los hombres, contestará usted: sea en buena hora; ¿Y por qué quiere usted que el Espiritismo triunfe súbitamente de esa debilidad y transforme a la humanidad como por encanto? Vamos a la cuestión de utilidad. Dice usted que el Espiritismo nada nuevo nos enseña. Esto es un error, pues enseña, por el contrario, mucho a los que no se detienen en la superficie. Aunque no hubiese hecho más que sustituir con la máxima: Fuera de la caridad no hay salvación posible, que une a los hombres, a la de: Fuera de la Iglesia no hay salvación posible, que los separa, hubiese señalado una nueva era de la humanidad. Dice usted que podíamos pasar sin él, conformes; como pudiéramos pasar sin una multitud de descubrimientos científicos. Seguramente los hombres se encontraban tan bien antes como después del descubrimiento de todos los nuevos planetas, del cálculo de los eclipses, del conocimiento del mundo microscópico y de otras cien cosas. El labrador, para vivir y cultivar el trigo, no necesita saber lo que es un cometa, y nadie niega, sin embargo, que todas esas cosas dilatan el círculo de las ideas y nos hacen penetrar más y más las leyes de la naturaleza. El mundo de los espíritus, es pues, una de esas leyes que nos hacen conocer el Espiritismo, enseñándonos la influencia que ejerce en el mundo corporal. Aun suponiendo que a esto se limitase su utilidad, ¿No sería mucho ya la revelación de semejante poder? Vamos ahora su influencia moral. Admitamos que no enseña nada nuevo sobre este particular, ¿Cuál es el mayor enemigo de la religión? El materialismo, porque el materialismo nada cree, y el Espiritismo es la negación del materialismo, que no tiene ya razón de ser. No ya por el razonamiento, no por la fe ciega se dice al materialismo que todo no acaba con el cuerpo, sino por los hechos: se le demuestra, se le hace tocar con el dedo y ver con el ojo. ¿Es acaso pequeño este servicio que hace a la Humanidad y a la religión? Pero no es esto todo; la certeza de la vida futura, el cuadro viviente de los que ella nos han precedido demuestran la necesidad del bien y las consecuencias inevitables del mal. He aquí por qué, sin ser una religión, conduce esencialmente a las ideas religiosas, desarrollándolas en los que no las tienen y fortificándolas en aquellos en quienes son vacilantes. La religión encuentra, pues, en él un apoyo, no para esas personas miopes de inteligencia que ven toda la religión en la doctrina del fuego eterno, en la letra más que en el Espíritu, sino para los que la contemplan con arreglo a la grandeza y majestad de Dios. En una palabra, el Espiritismo dilata y eleva las ideas; combate los abusos engendrados por el egoísmo, la codicia y la ambición; ¿Quién se atreverá a defenderlos y a declararse campeón suyo? Si no es indispensable para la salvación, la facilita fortificándonos en el camino del bien. ¿Cuál será, por otra parte, el hombre sensato que se atreve a sentar que la falta de ortodoxia es más reprensible a los ojos de Dios que el ateísmo y el materialismo? Propongo claramente las siguientes preguntas a todos los que combaten el Espiritismo bajo el aspecto de sus consecuencias religiosas: 1ª Entre el que nada cree, o el que creyendo en las verdades generales no admite ciertas partes del dogma, ¿Quién tendrá la peor parte en la vida futura? 2ª ¿El protestante y el cismático están confundidos en la misma reprobación que el ateo y el materialista? 3ª El que no es ortodoxo, en el rigor de la palabra, pero que hace todo el bien que puede, que es bueno e indulgente para con su prójimo y leal en sus relaciones sociales, ¿Está menos seguro de la salvación que el creyendo en todo es duro, egoísta y falto de caridad? 4ª ¿Qué es preferible a los ojos de Dios, la práctica de las virtudes cristianas sin la de los deberes de la ortodoxia, a la práctica de estos últimos sin la de la moral? He respondido, señor sacerdote, a las preguntas y objeciones que me ha dirigido usted, pero como le dije al empezar, sin intención preconcebida de atraerle a nuestras ideas y de cambiar sus convicciones, limitándome a hacerle considerar al Espiritismo bajo su verdadero punto de vista. Si no hubiese usted venido, no hubiera yo ido a buscarle. No quiere esto decir que despreciemos su adhesión a nuestros principios, si ella hubiese de tener lugar, muy lejos de eso. Seremos felices muy felices, por el contrario, como con todas las adquisiciones que hacemos, y que son para nosotros tanto más valiosas en cuento son libres y voluntarias. No sólo no tenemos derecho alguno para ejercer coacción sobre cualquiera que sea, sino que sería para nosotros un escrúpulo el turbar la conciencia de los que, teniendo creencias que les satisfacen, no vienen espontáneamente. Hemos dicho que el mejor medio de ilustrarse sobre el Espiritismo era el de estudiar la teoría; los hechos vendrán después naturalmente y se les comprenderá, cualquiera que sea el orden en que los traigan las circunstancias. Nuestras publicaciones han sido hechas con objeto de favorecer este estudio. He aquí el orden que aconsejamos. Lo primero que debe leerse es este resumen, que ofrece el conjunto y los puntos cardinales de la ciencia; con él puede ya formarse una idea y convencerse de que en el fondo del Espiritismo hay algo serio. En esta rápida exposición nos hemos propuesto indicar los puntos que debe fijar particularmente la atención del observador. La ignorancia de los principios fundamentales es causa de las falsas apreciaciones de la mayor parte de los que juzgan lo que no comprenden, o que lo hacen con arreglo a ideas preconcebidas. Si esta primera ojeada despierta el deseo de aprender más, se leerá el Libro de los Espíritus, donde están completamente desarrollados los principios de la doctrina, después El Libro de los Médiums para la parte experimental, destinado a servir de guía a los que por sí mismo quieren operar, como a los que deseen darse cuenta de los fenómenos. Inmediatamente siguen las obras donde están desarrolladas las aplicaciones y consecuencias de la doctrina, tales como: El Evangelio según el Espiritismo, El cielo y el Infierno, El Génesis, los milagros y las predicciones, etc. La Revista espiritista es en cierto modo un curso de aplicaciones, por los numerosos ejemplos e instrucciones que contiene, sobre la parte teórica experimental. A las personas serias, que han estudiado anticipadamente, les damos, verbalmente y con mucho gusto, las explicaciones que necesitan sobre los puntos que no hayan comprendido suficientemente.