Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Fácilmente se conciben la influencia moral de los Espíritus y las relaciones que pueden tener con nuestra alma o Espíritu encarnado. Se comprende que dos seres de la misma naturaleza puedan comunicarse por el pensamiento –que es uno de sus atributos– sin la ayuda de los órganos de la palabra; pero lo que es más difícil de darse cuenta son los efectos físicos que ellos pueden producir, tales como los ruidos, el movimiento de los cuerpos sólidos, las apariciones y, sobre todo, las apariciones tangibles. Vamos a intentar dar la explicación de los mismos según los propios Espíritus y según la observación de los hechos.

La idea que se forma de la naturaleza de los Espíritus vuelve, a primera vista, esos fenómenos incomprensibles. Se dice que el Espíritu es la ausencia de toda materia, y que por lo tanto no puede obrar materialmente; ahora bien, ahí está el error. Al interrogarse los Espíritus sobre la cuestión de saber si ellos son inmateriales, han respondido esto: «Inmaterial no es la palabra, porque el Espíritu es algo; de otro modo no sería nada. Es, si lo queréis, de una materia, pero de una materia de tal modo etérea que para vos es como si no existiese.» De esta manera, el Espíritu no es, como algunos lo creen, una abstracción; es un ser, pero cuya naturaleza íntima escapa a nuestros sentidos groseros.

Este Espíritu encarnado en el cuerpo constituye el alma; cuando lo deja con la muerte, no sale despojado de toda envoltura. Todos nos dicen que conservan la forma que tenían cuando estaban encarnados y, en efecto, cuando se nos aparecen, es generalmente bajo la que nosotros los conocíamos.

Observémoslos atentamente en el momento en que acaban de dejar la existencia; están en un estado de turbación; todo es confuso a su alrededor; ven a su cuerpo sano o mutilado, según su género de muerte; por otro lado, se ven y se sienten vivos; algo les dice que aquél es su cuerpo, y no comprenden que de él estén separados: el lazo que los unía todavía no está, por lo tanto, completamente desatado.

Al disiparse ese primer momento de turbación, el cuerpo se vuelve para ellos como una vieja vestimenta de la que se han despojado sin lamentos, pero continúan viéndose con su forma primitiva; ahora bien, esto no es de manera alguna un sistema: es el resultado de observaciones hechas con innumerables sensitivos. Quiérase ahora remitirse a lo que hemos relatado sobre ciertas manifestaciones producidas por el Sr. Home y por otros médiums de ese género: el aparecimiento de manos que tienen todas las propiedades de manos vivas, que tocamos, que nos aprietan y que de repente se desvanecen. ¿Qué debemos sacar en conclusión de eso? Que el alma no deja todo en el sepulcro y que lleva algo consigo.

De este modo, habría en nosotros dos especies de materia: una grosera, que constituye la envoltura exterior; la otra sutil e indestructible. La muerte es la destrucción o, mejor dicho, la disgregación de la primera, de aquella que el alma abandona; la otra se desprende y sigue al alma que, de esta manera, se encuentra siempre teniendo una envoltura; es la que nosotros llamamos periespíritu. Esta materia sutil, desatada –por así decirlo– de todas las partes del cuerpo al cual estuvo ligada durante la vida, conserva de él su impresión; ahora bien, he aquí por qué los Espíritus son vistos y por qué se nos aparecen tal cual eran cuando estaban encarnados. Pero esta materia sutil no tiene la tenacidad ni la rigidez de la materia compacta del cuerpo; es, si podemos expresarnos así, flexible y expansible; es porque la forma que toma, aunque calcada sobre la del cuerpo, no es absoluta; se ajusta a la voluntad del Espíritu que puede darle tal o cual apariencia según lo desee, mientras que la envoltura sólida le ofrece una resistencia insuperable; al desembarazarse de esta traba que lo comprimía, el periespíritu se extiende o se contrae, se transforma, en una palabra, se presta a todas las metamorfosis, según la voluntad que obre sobre él.

La observación prueba –e insistimos en la palabra observación, porque toda nuestra teoría es la consecuencia de hechos estudiados– que la materia sutil que constituye la segunda envoltura del Espíritu, solamente se desprende poco a poco y no instantáneamente del cuerpo. De esta manera, los lazos que unen el alma y el cuerpo no se rompen súbitamente por la muerte; ahora bien, el estado de turbación que hemos observado se mantiene durante todo el tiempo en que se opera el desprendimiento; el Espíritu sólo recobra la entera libertad de sus facultades y la conciencia neta de sí mismo cuando este desprendimiento está completo. La experiencia prueba, aún, que la duración de este desprendimiento varía según los individuos. En algunos se opera en tres o cuatro días, mientras que en otros no se completa sino al cabo de varios meses. De este modo, la destrucción del cuerpo, la descomposición pútrida no son suficientes para operar la separación; es por eso que ciertos Espíritus dicen: Siento que me roen los gusanos.

En algunas personas la separación comienza antes de la muerte; son aquellas que, cuando encarnadas, se elevaron por el pensamiento y la pureza de sus sentimientos por encima de las cosas materiales; la muerte no encuentra más que débiles lazos entre el alma y el cuerpo, y estos lazos se desatan casi instantáneamente. Cuanto más el hombre hubo vivido materialmente, cuanto más dejó absorber sus pensamientos en los goces y en las preocupaciones de la personalidad, más tenaces son esos lazos; parece que la materia sutil está identificada con la materia compacta y que hay entre ellas una cohesión molecular; he aquí por qué sólo se separan lenta y difícilmente.

En los primeros instantes que siguen a la muerte, cuando todavía hay unión entre el cuerpo y el periespíritu, éste conserva mucho mejor la impresión de la forma corporal, de la cual refleja –por así decirlo– todos los matices e incluso todos los accidentes. He aquí por qué un ajusticiado nos decía, pocos días después de su ejecución: Si pudierais verme, me veríais con la cabeza separada del tronco. Un hombre que había muerto asesinado nos decía: Ved la herida que me han hecho en el corazón. Él creía que nosotros podíamos verla.

Estas consideraciones nos conducirían a examinar la interesante cuestión de la sensación de los Espíritus y de sus sufrimientos; lo haremos en otro artículo, queriendo limitarnos aquí al estudio de las manifestaciones físicas.

Por lo tanto, observemos al Espíritu revestido de su envoltura semimaterial o periespíritu, teniendo la forma o apariencia que tenía cuando estaba encarnado. Incluso algunos se sirven de esta expresión para designarse; ellos dicen: Mi apariencia está en tal lugar. Evidentemente están ahí los manes de los Antiguos. La materia de esta envoltura es lo bastante sutil como para escapar a nuestra vista en su estado normal; pero no es por esto absolutamente invisible. Para comenzar, digamos que la vemos con los ojos del alma, en las visiones que se producen durante los sueños; pero no es de eso que nos vamos a ocupar. En esa materia etérea puede suceder tal modificación, que el propio Espíritu puede hacerla pasar por una especie de condensación que la vuelva perceptible a los ojos del cuerpo; esto es lo que ha tenido lugar en las apariciones vaporosas. La sutileza de esta materia le permite atravesar los cuerpos sólidos; he aquí por qué estas apariciones no encuentran obstáculos, y por qué se desvanecen frecuentemente a través de las paredes. La condensación puede llegar al punto de producir la resistencia y la tangibilidad; es el caso de las manos que se ven y se tocan; pero esta condensación (es la única palabra de que podemos servirnos para expresar nuestro pensamiento, aunque la expresión no sea perfectamente exacta), esta condensación –decíamos– o, mejor dicho, esta solidificación de la materia etérea, al no estar en su estado normal, es temporaria o accidental; he aquí por qué esas apariciones tangibles, en un momento dado, nos escapan como una sombra. Así, del mismo modo que vemos un cuerpo presentársenos en estado sólido, líquido o gaseoso, según su grado de condensación, del mismo modo la materia etérea del periespíritu puede presentársenos en estado sólido, vaporoso visible o vaporoso invisible. A continuación, veremos cómo se opera esta modificación.

Al ser tangible, la mano aparente ofrece una resistencia; ejerce una presión y deja marcas; opera una tracción en los objetos que agarramos; por lo tanto, hay en ella una fuerza. Ahora bien, estos hechos, que no son hipótesis, pueden ponernos en camino de las manifestaciones físicas.

Al principio notemos que esta mano obedece a una inteligencia, puesto que obra espontáneamente, da signos inequívocos de voluntad y obedece al pensamiento; por lo tanto, pertenece a un ser completo que no nos muestra sino esa parte de sí mismo, y lo que lo prueba es que produce impresiones con las partes invisibles, al dejar marcas con los dientes sobre la piel y al hacer sentir dolor.

Entre las diferentes manifestaciones, una de las más interesantes es indiscutiblemente la ejecución espontánea de instrumentos de música. A este efecto, los pianos y los acordeones parecen ser los instrumentos de predilección. Este fenómeno se explica de forma muy natural por lo dicho anteriormente. La mano que tiene la fuerza de agarrar un objeto puede muy bien tenerla para presionar las teclas y hacer sonar el instrumento; además, se han visto varias veces los dedos de la mano en acción, y cuando no se ve la mano se ven las teclas moverse y el fuelle abrirse y cerrarse. Esas teclas sólo pueden ser movidas por una mano invisible, la cual da prueba de inteligencia al hacer escuchar, no sonidos incoherentes, sino arias absolutamente rítmicas.

Puesto que esta mano puede clavarnos sus uñas en la carne, pellizcarnos y arrancarnos lo que está entre nuestros dedos; puesto que la vemos agarrar y llevar un objeto como lo haríamos nosotros mismos, ella también puede dar golpes, levantar y volcar una mesa, hacer sonar una campanilla, correr las cortinas e incluso dar una bofetada oculta.

Sin duda ha de preguntarse cómo esa mano puede tener la misma fuerza en el estado vaporoso invisible que en el estado tangible. ¿Y por qué no?

¿Vemos el aire que derriba los edificios, el gas que lanza un proyectil, la electricidad que transmite señales o el fluido del imán que levanta las masas? ¿Por qué la materia etérea del periespíritu sería menos poderosa? Pero no vamos a querer someterla a nuestras experiencias de laboratorio y a nuestras fórmulas algebraicas; no vamos, sobre todo, porque al tomar los gases como término de comparación, no les asignaremos propiedades idénticas ni calcularemos sus fuerzas como computamos las del vapor. Hasta el presente, ella escapa a todos nuestros instrumentos; es una nueva orden de ideas que no es de la incumbencia de las Ciencias exactas; he aquí por qué dichas Ciencias no dan una aptitud especial para apreciarlas.

Solamente damos esta teoría del movimiento de los cuerpos sólidos bajo la influencia de los Espíritus para mostrar la cuestión en todos sus aspectos y para probar que, sin salir mucho de las ideas recibidas, se puede comprender la acción de los Espíritus sobre la materia inerte; pero hay otra, de un alto alcance filosófico, dada por los propios Espíritus, y que derrama sobre esta cuestión una luz enteramente nueva; se ha de comprenderla mejor después de habérsela leído; además, es útil conocer todos los sistemas, a fin de poder comparar.

Por lo tanto, queda ahora por explicar cómo se opera esta modificación de la sustancia etérea del periespíritu; por cuál proceso el Espíritu opera y, como consecuencia, el papel de los médiums de efectos físicos en la producción de esos fenómenos; lo que sucede con ellos en esta circunstancia, la causa y la naturaleza de su facultad, etc. Es lo que haremos en un próximo artículo.