Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Hemos extraído los siguientes pasajes de un nuevo opúsculo alemán, publicado en 1853 por el Sr. Blanck, redactor del Journal de Bergzabern (Periódico de Bergzabern), sobre el Espíritu golpeador del cual hemos hablado en nuestro número del mes de mayo. Los fenómenos extraordinarios que están allí relatados, y cuya autenticidad no podría ser puesta en duda, prueban que nosotros no tenemos nada que envidiar, en ese aspecto, a los de América. Se ha de notar en este relato el minucioso cuidado con el cual los hechos han sido observados. Sería de desear que siempre se aplicase, en casos semejantes, la misma atención y la misma prudencia. Hoy se sabe que los fenómenos de este género no son de manera alguna el resultado de un estado patológico, sino que siempre denotan –entre aquellos en que se manifiestan– una sensibilidad fácil de sobreexcitar. El estado patológico no es la causa eficiente, pero puede ser consecutiva. En casos análogos, la manía de experimentación ha causado más de una vez accidentes graves que de modo alguno habrían tenido lugar si se hubiese dejado a la Naturaleza obrar por sí misma. En nuestras Instrucciones Prácticas sobre las Manifestaciones Espíritas 159 se encuentran los consejos necesarios a este efecto. Sigamos al Sr. Blanck en su informe.

"Los lectores de nuestro opúsculo intitulado Los Espíritus golpeadores han visto que las manifestaciones de Philippine Senger tienen un carácter enigmático y extraordinario. Hemos relatado esos hechos maravillosos desde su comienzo hasta el momento en que la niña fue conducida al médico real del cantón. Ahora vamos a examinar lo que ha sucedido desde ese día.

Cuando la niña dejó la residencia del Dr. Bentner para entrar en la casa paterna, los golpes y las raspaduras recomenzaron en el hogar de los Senger; hasta esa hora, e incluso desde la cura completa de la jovencita, las manifestaciones han sido más marcadas y han cambiado de naturaleza.XII En ese mes de noviembre (1852), el Espíritu comenzó a silbar; luego se oyó un ruido comparable al de la rueda de una carretilla girando sobre su eje seco y oxidado; pero lo más extraordinario de todo, son sin duda los muebles derribados en el cuarto de Philippine, desorden que duró quince días. Una sucinta descripción del lugar me parece necesaria. Este cuarto tiene aproximadamente 18 pies de largo por 8 de ancho; se llega al mismo a través de un cuarto común. La puerta que comunica esas dos piezas se abre a la derecha. La cama de la niña estaba ubicada a la derecha; en el medio se encontraba un armario, y en el rincón a la izquierda la mesa de trabajo del Sr. Senger, en la cual había dos cavidades circulares cubiertas por tapas.

La noche en que comenzó el tumulto, la Sra. Senger y su hija mayor Francisque se encontraban sentadas en el primer cuarto, cerca de una mesa, y estaban ocupadas en desvainar habas; de repente un pequeño huso de hilar, lanzado desde el dormitorio, cayó cerca de ellas. Se asustaron mucho más al saber que solamente Philippine, sumergida en sueño, estaba en el cuarto; además, el pequeño huso había sido lanzado del lado izquierdo, mientras que se encontraba sobre el estante de un pequeño mueble ubicado a la derecha. Si hubiera salido de la cama, habría debido encontrar la puerta y allí hubiese parado; por lo tanto, era evidente que la niña no estaba para nada en este hecho. Mientras que la familia Senger expresaba su sorpresa por este acontecimiento, alguna cosa cayó de la mesa al suelo: era un pedazo de paño que antes estaba de remojo en una cubeta llena de agua. Al lado del huso yacía también una cabeza de pipa; la otra mitad había quedado en la mesa. Lo que volvía la cuestión aún más incomprensible era que la puerta del armario donde estaba el huso –antes de ser lanzado– se encontraba cerrada, el agua de la cubeta no estaba agitada y ninguna gota había sido derramada sobre la mesa. De repente la niña, siempre adormecida, gritó desde su cama: ¡Padre, vete, él va arrojar! ¡Salgan, él también arrojará en ustedes! Ellos obedecieron a esta exhortación; y apenas llegaron al primer cuarto, la cabeza de pipa fue lanzada con una gran fuerza, pero sin romperse. Una regla que Philippine usaba en la escuela siguió el mismo camino. El padre, la madre y la hija mayor se miraban asustados y, mientras pensaban qué decisión tomar, un cepillo grande del Sr. Senger y un pedazo muy grueso de madera fueron lanzados desde su mesa de sastre hacia el otro cuarto. En su mesa de trabajo, las tapas estaban en XII Tendremos ocasión de hablar de la indisposición de la niña, puesto que después de su cura los mismos efectos se han producido; esto es una prueba evidente de que ellos eran independientes de su estado de salud. [Nota de Allan Kardec.] su lugar y, a pesar de esto, los objetos cubiertos por las mismas también habían sido arrojados lejos. En esa misma noche, las almohadas de la cama fueron lanzadas sobre un armario y la cobija contra la puerta.

Otro día habían puesto a los pies de la niña, debajo de la cobija, una plancha de alrededor de seis libras de peso; luego ésta fue arrojada a la primera pieza; el asa había sido arrancada y fue encontrada sobre una silla del dormitorio.

Nosotros hemos sido testigo de que las sillas ubicadas aproximadamente a tres pies de la cama fueron derribadas, y que las ventanas hubieron sido abiertas, aunque antes estaban cerradas, y esto sucedió ni bien dimos la espalda para entrar en la primera pieza. En otra ocasión, dos sillas fueron transportadas para encima de la cama, sin desarmar la cobija. El 7 de octubre se había cerrado fuertemente la ventana y tendido delante de la misma un paño blanco. Desde que dejamos el cuarto, se han dado golpes redoblados con tanta violencia que todo fue sacudido, y las personas que pasaban por la calle huían espantadas. Acudimos al cuarto: la ventana estaba abierta, el paño arrojado sobre el pequeño armario que se encontraba al lado, la cobija de la cama y las almohadas por el suelo, las sillas volcadas y la niña en la cama, abrigada solamente por su camisa. Durante catorce días la Sra. Senger no se ocupó sino de hacer la cama.

Una vez habían dejado una armónica sobre un asiento: sonidos se hicieron escuchar; al entrar precipitadamente en el cuarto, la niña se encontraba –como siempre– tranquila en su cama; dicho instrumento estaba sobre la silla, pero no sonaba más. Una noche, el Sr. Senger salía del cuarto de su hija cuando recibió en la espalda el almohadón de un asiento. Otra vez, eran un par de viejas pantuflas, zapatos que estaban debajo de la cama o zuecos que venían a su encuentro. También muchas veces la vela encendida, que estaba en su mesa de trabajo, era soplada. Los golpes y las raspaduras se alternaban con esa demostración del moblaje. La cama parecía ser puesta en movimiento por una mano invisible. A la orden de: «Balancead la cama» o «Meced a la niña», la cama iba y venía con ruido, a lo largo y a lo ancho; a la orden de: «¡Alto!», se detenía. Podemos afirmar que hemos visto a cuatro hombres que se sentaron en la cama e incluso sobre la misma fueron suspendidos sin poder detener el movimiento; ellos fueron levantados con el mueble. Al cabo de catorce días el alboroto del moblaje cesó, y a esas manifestaciones se sucedieron otras.

El 26 de octubre a la noche, entre otras personas se encontraban en el cuarto los Sres. Louis Soëhnée, licenciado en Derecho, el capitán Simon –ambos de Wissembourg–, así como el Sr. Sievert, de Bergzabern. Philippine 156 Senger estaba en ese momento sumergida en sueño magnético. El Sr. Sievert presentó a ésta un papel que contenía cabellos, para ver lo que ella haría. Entretanto, ella abrió el papel sin poner los cabellos al descubierto, los aplicó sobre sus párpados cerrados, después los alejó como para examinarlos a distancia y dijo: «Consiento en saber lo que contiene este papel... Son los cabellos de una dama que no conozco... Si ella quiere venir, que venga... No puedo invitarla, no la conozco.» A las preguntas que le dirigía el Sr. Sievert, ella no respondía; pero al haber colocado el papel en la palma de la mano, la extendía y la daba vuelta, quedando éste allí suspendido. Luego ella lo colocó en la punta del índice e hizo describir a su mano, durante bastante tiempo, un semicírculo, diciendo: «No caigas», y el papel permanecía en la punta del dedo; después, a la orden de: «Ahora cae», él se desprendió sin que ella hiciera el menor movimiento para determinar la caída. De repente, volviéndose hacia el lado de la pared, dijo: «Ahora quiero fijarte en la pared»; y aplicó el papel allí, que permaneció fijo alrededor de 5 a 6 minutos, retirándolo después. Un examen minucioso del papel y de la pared no permitió descubrir ninguna causa de adherencia. Creemos un deber señalar que el cuarto estaba perfectamente iluminado, lo que nos permitió darnos cuenta exacta de todas estas particularidades.

Al día siguiente, a la noche, le dieron otros objetos: llaves, monedas, cigarreras, relojes de bolsillo, anillos de oro y de plata; y todos –sin excepción– quedaban suspendidos de su mano. Se notó que la plata se le adhería más que las otras sustancias, porque hubo dificultad en retirarle las monedas, y esta operación le causó dolor. Uno de los hechos más curiosos de este género es el siguiente: El sábado 11 de noviembre, un oficial que estaba presente le dio su sable con el talabarte, y todo eso pesaba 4 libras; fue constatado que los mismos permanecieron suspendidos del dedo medio de Philippine, balanceándose por bastante tiempo. Lo que no es menos singular es que todos los objetos, cualquiera que fuere la sustancia, también quedaban suspendidos. Esta propiedad magnética se comunicaba por el simple contacto de las manos a las personas susceptibles de la transmisión del fluido; de esto hemos tenido varios ejemplos.

Un capitán, el caballero Zentner, acuartelado en esa época en Bergzabern y testigo de estos fenómenos, tuvo la idea de poner una brújula cerca de la niña para observar sus variaciones. En el primer ensayo la aguja XIII Una sonámbula de París había sido puesta en contacto con la joven Philippine y, desde entonces, ésta caía espontáneamente en sonambulismo. En esta ocasión han sucedido hechos notables que relataremos en otra oportunidad. (Nota del Traductor francés.) se desvió 15 grados, pero en los siguientes permaneció inmóvil, pese a que la niña la sostuviera en una de sus manos y la tocase con la otra. Esta experiencia nos ha probado que estos fenómenos no podrían explicarse por la acción del fluido mineral, ya que la atracción magnética no se ejerce indiferentemente sobre todos los cuerpos.

Habitualmente, cuando la pequeña sonámbula se disponía a comenzar sus sesiones, llamaba a su cuarto a todas las personas que se encontraban allí. Ella decía simplemente: «¡Venid! ¡Venid!» O bien: «¡Dad! ¡Dad!» A menudo sólo se quedaba tranquila cuando todos, sin excepción, estaban cerca de su cama. Entonces pedía con prontitud e impaciencia un objeto cualquiera; ni bien se lo daban, quedaba adherido a sus dedos. Frecuentemente sucedía que diez, doce o más personas estaban presentes, y que cada una de ellas le entregaba varios objetos. Durante la sesión no admitía que le tomasen ninguno de ellos; sobre todo, parecía preferir los relojes de bolsillo; los abría con una gran destreza, examinaba el movimiento, los cerraba de nuevo y después los ponía cerca suyo para examinar otra cosa. Al finalizar, devolvía a cada uno lo que a ella se le había confiado; examinaba los objetos con los ojos cerrados y jamás se equivocaba de dueño. Si alguien extendía la mano para tomar lo que no le pertenecía, ella lo repelía. ¿Cómo explicar esta múltiple distribución sin errores a un número tan grande de personas? En vano se habría de intentar que hiciera lo mismo con los ojos abiertos. Terminada la sesión y habiendo partido los individuos, los golpes y las raspaduras, momentáneamente interrumpidos, recomenzaron. Es preciso agregar que la niña no quería que nadie quedase al pie de su cama cerca del armario, lo que dejaba entre ambos muebles un espacio de alrededor de un pie. Si alguien allí se metía, ella lo echaba por intermedio de gestos. Si se rehusaba a salir, mostraba una gran inquietud y ordenaba con gestos imperiosos que dejase el lugar. Una vez advirtió a los asistentes que nunca ocupasen el lugar vedado, porque ella no quería –decía– que le sucediese una desgracia a alguien. Esta advertencia era tan convincente, que nadie la olvidó en el futuro.

Después de algún tiempo, a los ruidos y a las raspaduras se agregó un zumbido que se puede comparar al sonido producido por una cuerda gruesa de contrabajo; un cierto silbido se mezclaba con ese zumbido. Si alguien pedía una marcha o una danza, su deseo era satisfecho: el músico invisible se mostraba muy complaciente. Con la ayuda de las raspaduras, él llamaba nominalmente a las personas de la casa o a los extraños presentes; éstos comprendían fácilmente a quién se dirigía. Al ser llamada por las raspaduras, la persona designada respondía sí, para dar a entender que sabía que se trataba de ella: entonces, él ejecutaba en su honor un fragmento musical que a veces daba lugar a escenas agradables. Si otra persona, que no fuese la llamada, respondía sí, las raspaduras le hacían comprender por un no –expresado a su manera– que nada tenía que decirle por el momento. Estos hechos se han producido por primera vez en la noche del 10 de noviembre, y continuaron manifestándose hasta este día.

Ahora, he aquí cómo el Espíritu golpeador procedía para designar a las personas. Después de varias noches, se había notado que a las diversas invitaciones para hacer tal o cual cosa, él respondía con un golpe seco o con raspaduras prolongadas. Luego que el golpe seco era dado, el golpeador comenzaba a ejecutar lo que se deseaba de él; al contrario, cuando raspaba, no satisfacía el pedido. Entonces, un médico tuvo la idea de tomar por un sí el primer ruido y por un no el segundo, y desde entonces esta interpretación siempre ha sido confirmada. También se notó que por una serie de raspaduras más o menos fuertes, el Espíritu exigía ciertas cosas de las personas presentes. De tanto prestar atención, y observando el modo por el cual el ruido se producía, se pudo comprender la intención del golpeador. Así, por ejemplo, el Sr. Senger ha contado que por la mañana, al amanecer, escuchaba ruidos modulados de una cierta manera; sin encontrarles al principio ningún sentido, notó que ellos sólo cesaban cuando estaba fuera de la cama, de donde comprendió que significaban: «Levántate». Ha sido así que poco a poco se familiarizó con ese lenguaje, y que por ciertos signos las personas designadas pudieron reconocerse.

Al llegar el aniversario del día en que el Espíritu golpeador se hubo manifestado por primera vez, numerosos cambios se operaron en el estado de Philippine Senger. Los golpes, las raspaduras y el zumbido continuaron, pero a todas estas manifestaciones se sumó un grito particular que se parecía al de un ganso, otras veces al de un loro y otras al de un ave grande; al mismo tiempo se escuchaba una especie de picoteo contra la pared, parecido al ruido que haría un pájaro picoteando. En esta época Philippine Senger hablaba mucho durante el sueño, y sobre todo parecía preocupada con un cierto animal que se asemejaba a un loro y que permanecía al pie de la cama, gritando y dando picotazos contra la pared. Al deseo de escuchar gritar al loro, éste lanzaba gritos agudos. Se le hicieron diversas preguntas a las cuales respondió con gritos del mismo género; varias personas le ordenaron decir: Cacatúa, y se escuchó muy claramente la palabra Cacatúa como si hubiese sido pronunciada por la propia ave. Pasaremos por alto los hechos menos interesantes y nos limitaremos a relatar lo que hubo de más notable en el aspecto de los cambios ocurridos en el estado corporal de la niña.

Poco antes de la Navidad, las manifestaciones se renovaron con más energía; los golpes y las raspaduras se volvieron más violentos y duraron por más tiempo. Philippine, más agitada que de costumbre, frecuentemente pedía para no acostarse más en su cama, sino en la de sus padres; ella se movía en la suya gritando: «No puedo más quedarme aquí; me estoy sofocando: ellos me van a poner en la pared; ¡socorro!» Y solamente se calmaba cuando era transportada a la otra cama. Ni bien allí llegó, golpes muy fuertes se hicieron escuchar en lo alto; parecían partir del desván, como si un carpintero hubiera golpeado en las vigas; incluso a veces eran tan vigorosos que la casa se estremecía, las ventanas vibraban y las personas presentes sentían temblar el piso bajo sus pies; golpes similares eran igualmente dados contra la pared, cerca de la cama. A las preguntas efectuadas, los mismos golpes respondían como de costumbre, alternándose siempre con las raspaduras. Los siguientes hechos, no menos curiosos, se reprodujeron muchas veces.

Cuando hubo cesado el ruido y la niña reposaba tranquilamente en su pequeña cama, de repente se la vio postrarse y unir las manos, de ojos cerrados; después giró la cabeza hacia todos los lados, tanto a la derecha como a la izquierda, como si algo extraordinario hubiera llamado su atención. Entonces, una amable sonrisa se dibujó en sus labios; se diría que estaba dirigiéndose a alguien; tendió sus manos, y con este gesto se deducía que estrechaba las de algunos amigos o conocidos. Después de esas escenas fue también vista retomando su primera actitud suplicante al unir nuevamente las manos, inclinando la cabeza hasta tocar la cobija, para después erguirse y derramar lágrimas. Entonces suspiraba y parecía orar con un gran fervor. En esos momentos su rostro se transformaba; estaba pálida y tenía la expresión de una mujer de 24 a 25 años. Este estado duraba frecuentemente más de media hora, estado durante el cual sólo pronunciaba: ¡ah, ah! Los golpes, las raspaduras, el zumbido y los gritos cesaban hasta el momento del despertar; entonces, el golpeador se hacía escuchar de nuevo, buscando la ejecución de arias alegres para disipar la penosa impresión producida sobre los asistentes. Al despertar, la niña estaba muy abatida; apenas podía levantar los brazos, y los objetos que se le presentaban no quedaban más suspendidos de sus dedos.

Curiosos por conocer lo que ella había sentido, la interrogaron varias veces. No fue sino bajo reiteradas instancias que se decidió a decir que había visto conducir y crucificar al Cristo en el Gólgota; que el dolor de las santas mujeres postradas al pie de la cruz y la crucifixión habían producido en ella una impresión que no podía describir. Había visto también a una multitud de mujeres y de jóvenes vírgenes con vestidos negros, y a personas jóvenes con largos vestidos blancos recorriendo en procesión las calles de una bella ciudad, y por último se vio transportada a una gran iglesia donde asistió a un servicio fúnebre.

En poco tiempo el estado de Philippine Senger cambió de tal modo que causó preocupaciones sobre su salud, porque en el estado de vigilia divagaba y soñaba en voz alta; no reconocía a su padre, ni a su madre, ni a su hermana, ni a ninguna otra persona e incluso este estado vino a agravarse con una sordera completa que persistió durante quince días. No podemos pasar por alto lo que tuvo lugar en este lapso de tiempo.

La sordera de Philippine se manifestaba desde el mediodía hasta las quince horas, y ella misma declaró que permanecería sorda por un cierto tiempo y que caería enferma. Lo que hay de singular es que a veces recobraba la audición durante media hora, con lo que se mostraba feliz. Ella misma predijo el momento en que la sordera tenía que tomarla y dejarla. Una vez, entre otras, anunció que a las ocho y media de la noche escucharía claramente durante media hora; en efecto, a la hora predicha, su audición había vuelto y esto duró hasta las nueve horas.

Durante la sordera sus facciones estaban cambiadas; su rostro tomaba una expresión de estupidez, que perdía luego que volvía a su estado normal. Entonces, nada le causaba impresión; permanecía sentada mirando fijamente a las personas presentes, pero sin reconocerlas. Uno podía hacerse comprender solamente por medio de señales, a las cuales la mayoría de las veces ella no respondía, limitándose a fijar los ojos sobre aquel que le dirigía la palabra. En una ocasión, de repente agarró del brazo a una de las personas presentes y le dijo, empujándola: ¿Quién eres tú? A veces, en esta situación, se quedaba inmóvil más de una hora y media en su cama. Sus ojos estaban medio abiertos y fijos en un punto cualquiera; de vez en cuando se movían a la derecha y a la izquierda, volviendo después al mismo lugar. Entonces, toda la sensibilidad parecía embotada en ella; su pulso apenas latía, y cuando se le colocaba una luz ante sus ojos, ningún movimiento hacía: se diría que estaba muerta.

Durante su sordera sucedió que una noche, estando acostada, pidió una pizarra y una tiza, y luego escribió: «A las once diré algo, pero exijo que se queden tranquilos y silenciosos.» Después de estas palabras agregó cinco signos que se parecían con la escritura latina, pero que ninguno de los asistentes pudo descifrar. Se escribió en la pizarra que no se comprendían esos signos. En respuesta a esta observación, ella escribió: «¡Claro que no podéis leerlo!» Y más abajo: «No es alemán, es una lengua extranjera». Enseguida, dando vuelta la pizarra, escribió del otro lado: «Francisque (su hermana mayor) se sentará a la mesa y escribirá lo que le voy a dictar.» Acompañó estas palabras con cinco signos similares a los primeros y devolvió la pizarra. Notando que esos signos no habían sido todavía comprendidos, volvió a pedir la pizarra y agregó: «Son órdenes particulares».

Un poco antes de las once horas, dijo: «Quedaos tranquilos; ¡que todos se sienten y que presten atención!» Y al dar las once, se dio vuelta en la cama y cayó en su sueño magnético habitual. Algunos instantes después se puso a hablar, lo que duró media hora sin interrupción. Entre otras cosas, declaró que en el corriente año se producirían hechos que nadie podría comprender, y que todas las tentativas hechas para explicarlos serían infructuosas.

Durante la sordera de la jovencita Senger, varias veces se repitieron el alboroto del moblaje, la abertura inexplicada de las ventanas y el apagar de las luces sobre la mesa de trabajo. Ocurrió una noche que dos gorros colgados en una percha del dormitorio fueron lanzados sobre la mesa del otro cuarto, volcando una taza llena de leche que se derramó en el suelo. Los golpes dados contra la cama eran tan violentos que ese mueble fue desplazado; incluso algunas veces era desarreglada con estruendos, sin que los golpes se hicieran escuchar.

Como todavía allí había personas incrédulas o que atribuían esas singularidades a un juego de la niña, que –según las mismas– golpeaba o raspaba con sus pies o sus manos, el capitán Zentner imaginó un medio de convencerlas, a pesar de que los hechos hubiesen sido constatados por más de cien testigos y de que fuera comprobado que la jovencita tenía los brazos extendidos sobre la cobija, mientras que los ruidos se producían. Hizo traer del cuartel dos cobijas muy gruesas que puso una sobre la otra, y con ellas envolvió el colchón y las sábanas de la cama; aquéllas eran afelpadas, de manera que era imposible producir el menor ruido por fricción. Vestida con una simple camisa y con un camisón, Philippine fue puesta bajo dichas cobijas; apenas ubicada, las raspaduras y los golpes tuvieron lugar como antes, ya sea contra la madera de la cama o contra el armario vecino, según el deseo que era expresado.

Sucede a menudo que cuando alguien tararea o silba cualquier aria, el golpeador lo acompaña, y los sonidos que se perciben parecen provenir de dos, tres o cuatro instrumentos: se escucha raspar, golpear, silbar y murmurar al mismo tiempo, siguiendo el ritmo del aria cantada. Frecuentemente también el golpeador pide a uno de los asistentes para cantar una canción; lo designa a través del procedimiento que conocemos, y cuando éste ha comprendido que es a él que el Espíritu se dirige, le pregunta a su turno si debe cantar tal o cual aria; y él responde por sí o por no. Al cantarse el aria indicada, se escucha un acompañamiento de zumbidos y silbidos perfectamente al compás. Después de un aria alegre, el Espíritu pedía a menudo el aria: Gran Dios, nosotros te alabamos, o la canción de Napoleón I. Si se le decía que tocara solamente esta última canción o cualquier otra, la hacía escuchar desde el principio hasta el fin.

Las cosas siguieron así en la casa del Sr. Senger, ya sea de día o de noche, durante el sueño o en el estado de vigilia de la niña, hasta el 4 de marzo de 1853, época en que las manifestaciones entraron en otra fase. Ese día fue marcado por un hecho aún más extraordinario que los precedentes." (Continúa en el próximo número.)

Nota – Sin duda nuestros lectores no llevarán a mal la extensión que hemos dado a esos curiosos detalles, y pensamos que han de leer la continuación con no menos interés. Hacemos notar que esos hechos no nos llegan de países transatlánticos, cuya distancia, no obstante, es un gran argumento para ciertos escépticos; ellos nos llegan del otro lado del Rin, porque han sucedido en nuestras fronteras y casi bajo nuestros ojos, puesto que ocurrieron hace apenas seis años.

Como se ve, Philippine Senger era una médium natural muy compleja; más allá de la influencia que ejercía sobre los fenómenos bien conocidos de los ruidos y de los movimientos, era una sonámbula extática. Conversaba con los seres incorpóreos que ella veía; al mismo tiempo veía a los asistentes y les dirigía la palabra, pero no siempre les respondía, lo que prueba que en ciertos momentos estaba aislada. Para aquellos que conocen los efectos de la emancipación del alma, las visiones que hemos descrito nada tienen que no pueda ser explicado fácilmente; en esos momentos de éxtasis es probable que la niña, en Espíritu, se encontrase transportada a alguna región lejana, donde asistía –tal vez en recuerdo– a una ceremonia religiosa. Uno puede admirarse de la memoria que tenía al despertar; pero este hecho de ningún modo es insólito; además, puede notarse que el recuerdo era confuso y que era preciso insistir mucho para provocarlo.

Si se observa atentamente lo que sucedía durante su sordera, se ha de reconocer allí, sin dificultad, un estado cataléptico. Ya que la sordera era temporaria, es evidente que de forma alguna se debía a la alteración de los órganos del oído. Ocurría lo mismo con la obnubilación momentánea de las facultades mentales, obnubilación que no tenía nada de patológico, puesto que, en un instante dado, todo volvía a su estado normal. Esta especie de estupidez aparente se debía a un desprendimiento más completo del alma, cuyas excursiones se hacían con más libertad, no dejando a los sentidos más que su vida orgánica. ¡Que se juzgue, por lo tanto, el efecto desastroso que hubiera podido producir un tratamiento terapéutico en semejantes circunstancias! Fenómenos del mismo género pueden producirse a cada instante; en este caso, no podemos dejar de recomendar sino más circunspección; una imprudencia puede comprometer la salud e incluso la vida.