El Libro de los Espíritus

Allan Kardec

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1009. Según esto, ¿nunca serán eternas las penas impuestas?

«Interrogad a vuestro sentido común, a vuestra razón, y preguntaos si no sería la negación de la bondad de Dios, una condenación perpetua por algunos momentos de error. ¿Qué es, en efecto, la duración de la vida, más que fuese de cien años, comparada con la eternidad? ¡Eternidad! ¿Comprendéis bien esta palabra? ¡Sufrimientos, torturas sin fin y sin esperanza, por algunas faltas! ¿No rechaza vuestro juicio semejante pensamiento? Que los antiguos vieran en el señor del universo un Dios terrible, celoso y vengativo, se comprende. En su ignorancia, atribuyeron a la divinidad las pasiones de los hombres; pero no es ese el Dios de los cristianos, que coloca el amor, la caridad, la misericordia y el olvido de las ofensas, en el número de las principales virtudes. ¿Y podría carecer él de las cualidades que ha constituido sus deberes? ¿No es contradictorio atribuirle la bondad infinita y la infinita venganza? Decís que ante todo es justo, y que el hombre no comprende su justicia; pero ésta no excluye la bondad, y no sería bueno, si condenase a penas horribles, perpetuas, al mayor número de sus criaturas. ¿Pudiera haber impuesto a sus hijos la justicia como una obligación, si no les hubiese dado medios para comprenderla? Por otra parte, el hacer depender la duración de las penas de los esfuerzos del culpable para mejorarse, ¿no es la sublimidad de la justicia unida a la bondad? En esto consiste la verdad de las palabras siguientes: "A cada uno según sus obras". SAN AGUSTÍN».

«Dedicaos, por todos los medios que estén a vuestro alcance, a combatir, a anonadar la idea de las penas eternas, pensamiento blasfematorio de la justicia y de la bondad de Dios, origen más fecundo que otro alguno de la incredulidad, del materialismo y de la indiferencia que han invadido a las masas, desde que su inteligencia ha empezado a desarrollarse. El espíritu, próximo a ilustrarse, aunque sólo estuviese desbrozado, advierte muy pronto esa monstruosa injusticia; su razón la rechaza, y rara vez entonces deja de comprender en el mismo ostracismo a la pena, que le subleva, y al Dios, a quien la atribuye. De aquí los males sinnúmero que han descargado sobre vosotros, y para los cuales venimos a traeros remedio. La tarea que os indicamos os será tanto más fácil, en cuanto las autoridades en que se apoyan los defensores de semejante creencia, han rehuido todas, su declaración formal sobre el particular. Ni los concilios, ni los padres de la Iglesia han decidido esta cuestión. Si, según los mismos evangelistas, y tomando literalmente las palabras emblemáticas de Cristo, amenaza éste a los culpables con un fuego inextinguible, eterno, nada hay en esas palabras que pruebe que los haya condenado eternamente.

»Pobres ovejas descarriadas, aprended a ver cómo llega a vosotros el buen Pastor que, lejos de querer desterraros para siempre de su presencia, sale a vuestro encuentro para volveros a llevar al redil. Hijos pródigos, abandonad vuestro destierro voluntario, encaminad vuestros pasos a la morada paterna. El padre os tiende siempre los brazos y siempre está dispuesto a celebrar vuestro regreso a la familia. LAMENNAIS».

«¡Cuestiones de palabra! ¡Cuestiones de palabra! ¿Aún no habéis hecho derramar bastante sangre? ¿Es, pues, necesario volver a encender las hogueras? Se discute sobre las palabras: eternidad de las penas, eternidad de los castigos. ¿Y acaso no sabéis que lo que vosotros entendéis por eternidad no era entendido del mismo modo por los antiguos? Que consulten los teólogos los orígenes, y como todos vosotros, descubrirán que el texto hebreo no daba el mismo significado a la palabra que los griegos, los latinos y los modernos han traducido por penas sin fin, irremisibles. La eternidad de los castigos corresponde a la eternidad del mal. Sí, mientras el mal exista entre los hombres, subsistirán los castigos. Importa interpretar en sentido relativo los textos sagrados, no en sentido absoluto. Que llegue un día en que todos los hombres vistan, por medio del arrepentimiento, la toga de la inocencia, y ese día concluirán los gemidos y el rechinar de dientes. Cierto que vuestra razón es limitada, pero tal como es, es un regalo de Dios, y con ayuda de esa razón, no hay un solo hombre de buena voluntad que comprenda de otra manera la eternidad de los castigos. ¡Eternidad de los castigos! Sería, pues, preciso admitir que el mal será eterno, pues, de no ser así, necesario sería negarle el más precioso de sus atributos: el poder soberano; porque aquél no es soberanamente poderoso que puede crear un elemento destructor de sus obras. ¡Humanidad! ¡Humanidad! No fijes tus tristes miradas en las profundidades de la tierra para hallar castigos en ellas. Llora, espera, expía, y refúgiate en la idea de un Dios íntimamente bueno, poderoso en absoluto y esencialmente justo. PLATÓN».


«Gravitar hacia la unidad divina, he aquí el objeto de la humanidad. Tres cosas son necesarias para lograrlo: la justicia, el amor y la ciencia; tres le son opuestas y contrarías: la ignorancia, el odio y la injusticia. Pues bien, en verdad os digo que faltáis a aquellos tres principios, comprometiendo la idea de Dios con la exageración de su severidad; la comprometéis doblemete, dejando penetrar en el espíritu de la criatura la creencia de que existe en ella más clemencia, mansedumbre, amor y verdadera justicia que no atribuís al ser infinito, y destruís la idea del infierno, haciéndolo ridículo e inadmisible a vuestras creencias, como lo es a vuestros corazones el horrible espectáculo de los verdugos, hogueras y tormentos de la Edad Media. ¡Pues qué! Cuando la era de las ciegas represalias ha sido desterrada para siempre de las legislaciones humanas, ¿esperáis conservarla en el ideal? ¡Oh! Creedme, hermanos en Dios y en Jesucristo, creedme; o resignaos a ver perecer en vuestras manos todos los dogmas, antes que dejarlos variar, o bien vivificadlos, abriéndolos a los bienhechores efluvios que en estos momentos derraman los buenos. La idea del infierno con sus hornos ardientes y bullidoras calderas, puede ser tolerada, es decir perdonable en un siglo de hierro; pero en el actual no es más que un fantasma que sólo sirve para espantar a los niños, y en el que no creen éstos cuando llegan a hombres. Insistiendo en esa horrorosa mitología, engendráis la incredulidad madre de toda desorganización social; porque temo ver todo un orden social conmovido y hundido por falta de sanción penal. Hombres de fe ardiente y viva vanguardia del día de luz, a la obra, pues, no para mantener vetustas y ya desacreditadas fábulas, sino para reanimar y vivificar la verdadera sanción penal, bajo formas apropiadas a vuestras costumbres, a vuestros sentimientos y a las luces de vuestra época.


»¿Quién es, en efecto, culpable? El que por un extravío, por un movimiento falso del alma, se separa del objeto de la creación, que consiste en el culto armonioso de lo bello y de lo bueno, idealizado por el arquetipo humano, por el Hombre-Dios, por Jesucristo.

»¿Qué es el castigo? La consecuencia natural que deriva de aquel movimiento falso; una suma de dolores necesarios para apartar al hombre de la deformidad, por medio de la experimentación del sufrimiento. El castigo es el aguijón que excita al alma, por medio de la amargura, a reconcentrarse en si misma y a volver a los dominios del bien. El castigo no tiene más objeto que la rehabilitación, la emancipación. Querer que el castigo de una falta no eterna, sea eterno, equivale a negarle toda su razón de ser.

»¡Oh! En verdad os lo digo, cesad, cesad de poner en parangón, respecto de su eternidad, al bien, esencia del Creador, con el mal, esencia de la criatura. Esto equivale a crear una penalidad injustificable. Asegurad, por el contrario, la amortización gradual de los castigos y penas por medio de las transmigraciones, y consagraréis con la razón unida al sentimiento, la unidad divina. PABLO, APÓSTOL».

Se quiere excitar al hombre al bien, y alejarle del mal con el incentivo de las recompensas y el temor de los castigos; pero si éstos se pintan de modo que la razón se niegue a creerlos, no tendrán en aquél ninguna influencia, y lejos de conseguir su objeto, harán que el hombre lo rechace todo, la forma y el fondo. Preséntese, por el contrario de una manera lógica, y no lo rechazará. El espiritismo ofrece esa explicación.

La doctrina de las penas eternas en absoluto convierte al Ser supremo en un Dios implacable. ¿Seria lógico decir de un soberano que es muy bueno, muy bienhechor, muy indulgente y que no quiere más que la dicha de los que le rodean; pero que es al mismo tiempo celoso, vengativo, inflexible en su rigor, y que condena a la última pena a las tres cuartas partes de sus súbditos por una ofensa o infracción a sus leyes, aun a aquellos que faltaron por no conocerlas? ¿No seria esta una contradicción? ¿Y será Dios menos bueno que un hombre?

También existe otra contradicción. Puesto que Dios lo sabe todo, sabia, al crear un alma, que pecaria, y por lo tanto ha sido condenada, desde su formación, a eterna desgracia. ¿Es posible esto? ¿Es racional? Con la doctrina de las penas relativas todo se justifica. Dios sabía indudablemente que el alma delinquiría, pero le da medios de ilustrarse por su propia experiencia, y por sus mismas faltas; es preciso que expíe sus errores para afirmarse más en el bien, pero la puerta de la esperanza no le es cerrada para siempre, y Dios hace depender el instante de su emancipación de los esfuerzos que hace para llegar a ella. Esto lo puede comprender todo el mundo, y lo puede admitir la más rigurosa lógica. Si bajo este aspecto hubiesen sido presentadas las penas futuras, habría menos escépticos.

La palabra eterno se emplea a menudo figuradamente en el lenguaje vulgar, para indicar una cosa de larga duración y cuyo término no se prevea, aunque se sepa perfectamente que ese término existe. Decimos, por ejemplo, los hielos eternos de las altas montailas, de los polos, aunque sabemos, por una párte, que el mundo físico puede tener un fin, y por otra, que el estado de esas regiones puede cambiar por la dislocación normal del eje o por un cataclismo. La palabra eterno en este caso, no quiere decir perpetuo hasta el infinito. Cuando sufrimos una larga enfermedad, decimos que nuestro mal es eterno. ¿Qué extraño, pues, que espíritus que sufren, hace ya años, siglos, hasta millares de aflos, digan otro tanto? No olvidemos sobre todo que, no permitiéndoles su inferioridad ver el término del camino, creen que han de sufrir siempre y que esto es un castigo para ellos.

Además, la doctrina del fuego material, de las hogueras y de los tormentos copiados del tártaro del paganismo, está hoy completamente abandonada por la alta teología, y sólo en las escuelas se dan como verdades positivas esos horribles cuadros alegóricos, por personas más celosas que ilustradas, en lo que proceden equivocadamente, porque, recuperadas de su terror aquellas jóvenes imaginaciones, podrán engrosar el número de los incrédulos. La teología reconoce hoy que la palabra fuego se emplea figuradamente y debe entenderse de un fuego moral (974)

Los que, como nosotros, han seguido las peripecias de la vida y sufrimientos de ultratumba, por medio de las comunicaciones espiritistas, han podido convencerse de que, aunque no son nada materiales, no dejan de ser menos agudos. Bajo el mismo punto de vista de su duración ciertos teólogos empiezan a admitirías en el sentido restrictivo más arriba expresado y creen que, en efecto, la palabra eterno puede entenderse de las penas en si mismas, como consecuencias de una ley inmutáble, y no de su aplicación a cada individuo. El día en que la religión admita esta interpretación, como otras que son también consecuencia del progreso de las luces, se atraerá muchas ovejas descarriadas.