EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo

Allan Kardec

Volver al menú
Samuel Philipe

Samuel Philipe era un hombre de bien en toda la acepción de la palabra. Nadie recordaba haberle visto cometer una mala acción, ni haber hecho voluntariamente perjuicio a quien quiera que fuese. De una adhesión sin límites para con sus amigos, se tenía siempre la seguridad de encontrarle dispuesto cuando se trataba de prestar algún servicio, aunque fuese a costa de sus intereses. Penas, fatigas, sacrificios, no le importaban nada con tal de ser útil, y lo hacía naturalmente, sin ostentación, admirándose de que de esto pudiese hacérsele un mérito. Jamás dejó de hacer lo mismo a los que le habían hecho un mal, y para obligarles, ponía tanto celo como si le hubiesen hecho bien. Cuando tenía negocios con ingratos, expresaba: “No es a mí a quien debe compadecerse, sino más bien a ellos.” Aunque muy inteligente y dotado de mucho talento natural, su vida, siempre laboriosa, había sido oscura y sembrada de rudas pruebas. Era una de esas naturalezas elegidas que florecen en la sombra, de quienes el mundo no habla y cuyo resplandor no brilla en la Tierra. Había adquirido en el conocimiento del Espiritismo una fe ardiente en la vida futura y una gran resignación en los males de la vida terrestre. Murió en diciembre de 1862, a la edad de cincuenta años, a consecuencia de una dolorosa enfermedad, sinceramente sentido de su familia y de algunos amigos. Fue evocado muchos meses después de su muerte.


P. ¿Tenéis un recuerdo claro de vuestros últimos instantes en la Tierra?


R. Perfectamente. Este recuerdo me ha venido poco a poco, porque en aquel momento mis ideas estaban todavía confundidas.


P.. ¿Querríais, para nuestra instrucción y el interés que nos inspira vuestra vida ejemplar, describirnos cómo se ha efectuado en vos el pasaje de la vida corporal a la vida espiritual, así como vuestra situación en el mundo de los espíritus?


R. Con mucho gusto. Esta relación no será solamente útil para vosotros, sino que lo será también para mí. Dirigiendo mis pensamientos a la Tierra, la comparación me hace apreciar mejor todavía la bondad del Creador. Vosotros sabéis cuántas tribulaciones envolvieron mi vida terrestre. No tuve jamás falta de valor en la adversidad, ¡gracias a Dios!, y hoy día me felicito de esto. ¡Cuánto hubiera perdido si me hubiese desanimado! Tiemblo sólo al pensar que por mi cobardía, lo que he sufrido hubiera sido sin provecho y tendría que volver a empezar. ¡Oh, amigos míos! Si pudieseis penetraros bien de esta verdad, veríais que en ello va vuestra vida futura. Ciertamente no es comprar esta dicha demasiado cara, pagándola sólo con algunos años de sufrimientos. ¡Si supieseis cuán poca cosa son algunos años en presencia de lo infinito!


Si mi última existencia ha tenido algún mérito a vuestros ojos, no habríais dicho otro tanto de las que la han precedido. Sólo a fuerza de mi trabajo he alcanzado a ser lo que soy ahora. Para borrar los últimos restos de mis faltas anteriores, me ha sido preciso sufrir todavía estas últimas pruebas, que he aceptado voluntariamente. He sacado de la firmeza de mis resoluciones la fuerza de soportarlo sin murmurar. Yo bendigo hoy estas pruebas. Por ellas he roto con el pasado, que no es para mí sino un recuerdo, y puedo en adelante contemplar con legítima satisfacción el camino que he recorrido.


¡Oh, vosotros que me habéis hecho sufrir en la Tierra, que habéis sido duros y malévolos para mí, que me habéis humillado y llenado de amargura, cuya mala fe me ha reducido muchas veces a las más duras privaciones, no solamente os perdono, sino que os doy las gracias!


Queriendo hacer mal, no pensabais que me hacíais tanto bien. Sin embargo, es verdad que a vosotros debo en gran parte la dicha que gozo, porque me habéis dado la ocasión de perdonar y de devolver bien por mal. Dios ha permitido que me salierais al paso para probar mi paciencia, y ejercitarme en la práctica de la caridad más difícil, la del amor a los enemigos.


No os impacientéis por esta digresión. Voy a lo que me pedís.


Aunque sufrí cruelmente en mi última enfermedad, no tuve agonía. La muerte llegó como un sueño, sin luchas ni sacudidas. No teniendo miedo al porvenir, no me aferré a la vida, y por consiguiente, no tuve necesidad de luchar para romper los últimos lazos. La separación se verificó sin esfuerzos, sin dolor y sin que me diese cuenta de ello.


Ignoro cuánto duró este último sueño. pero ha sido corto. El despertar ha sido de una calma que contrastaba con mi estado precedente. No sentía dolor y . me regocijaba de ello. Quería levantarme y marchar, pero un entorpecimiento que no era nada desagradable y que hasta tenía cierto encanto, me retenía, y yo me abandonaba a él con una especie de deleite sin darme ninguna cuenta de mi situación, y sin pensar que había dejado la Tierra.


Lo que me rodeaba me parecía como un sueño. Vi a mi mujer y algunos de mis amigos, de rodillas en la alcoba llorando, y me dije que sin duda me creían muerto. Quise desengañarles, pero no pude articular ninguna palabra, de lo que deduje que soñaba. Lo que me confirmó en esta idea fue que me vi rodeado de muchas personas que apreciaba, muertas desde mucho tiempo, y otras que no reconocí al pronto, y que parecía que me velaban y esperaban que despertase.


Este estado tuvo instantes de lucidez y de somnolencia, durante los cuales recobraba y perdía alternativamente la conciencia de mi yo. Poco a poco mis ideas adquirieron más claridad. La luz, que no entreveía sino a través de una niebla, se hizo más brillante. Entonces comencé a reconocerme y comprendí que no pertenecía al mundo terrestre. Si no hubiera conocido el Espiritismo, la ilusión se hubiera, sin duda, prolongado mucho tiempo más.


Mi despojo mortal no estaba todavía enterrado. Lo consideraba con piedad, felicitándome por haberme desembarazado de él. ¡Era tan feliz de ser libre! Respiraba con placer como aquel que sale de una atmósfera nauseabunda. Una indecible sensación de dicha penetraba todo mi ser. La presencia de los que había amado me colmaba de alegría. No estaba nada sorprendido de verles, y esto me parecía muy natural, pero me creía volverles a ver después de un largo viaje. Un hecho me sorprendió, desde luego, y fue que nos comprendíamos sin articular ninguna palabra. Nuestros pensamientos se transmitían por la sola mirada y como por una penetración fluídica.


Sin embargo, no estaba todavía completamente libre de las ideas terrestres. El recuerdo de lo que había sufrido me venía de vez en cuando a la memoria, como para hacerme apreciar mejor mi nueva situación. Había sufrido corporal, pero sobre todo moralmente, había sido presa de la malevolencia, de esas mil perplejidades más penosas quizá que los males reales, porque causan una ansiedad perpetua. Su impresión no se me había borrado enteramente, y a veces me preguntaba si realmente me había desembarazado de ellas. Me parecía oír aún ciertas voces desagradables, sabía las contrariedades que me habían atormentado tan a menudo, y temblaba a pesar mío. Me sondeaba, por expresarlo así, para asegurarme de que no era juguete de un sueño, y cuando hube adquirido la certeza de que todo esto se había acabado, me pareció que me había quitado de encima un peso enorme. Lo que es muy cierto, me decía yo, es que por fin estoy libre de todos los cuidados que hacen un tormento de la vida, y por ello daba gracias a Dios.


Era como un pobre que hereda de repente una gran fortuna: durante algún tiempo duda de la realidad y siente los temores de la necesidad. ¡Oh, si los hombres comprendieran la vida futura ¡Qué fuerza, qué valor daría esta convicción en la adversidad!
¡Qué harían, durante su estancia en la Tierra, para asegurarse de la dicha que Dios reserva a aquellos que han sido dóciles a sus leyes! ¡Verían cuán poco importantes son los goces que envidian al lado de los que desprecian!


P. Ese mundo tan nuevo para vos, y al lado del cual el nuestro tiene tan poca importancia, y quizá los numerosos amigos que habéis vuelto a encontrar en él. ¿os han hecho perder de vista a vuestra familia y a vuestros amigos de la Tierra?


R. Si les hubiera olvidado, sería indigno de la dicha que gozo. Dios no recompensa el egoísmo, sino que, por el contrario, lo castiga. El mundo en que estoy puede hacerme desdeñar la Tierra, pero no los espíritus que están encarnados en ella. Sólo los hombres que se hallan en la prosperidad olvidan a los compañeros de infortunio. Voy a ver muchas veces a los míos, y la buena memoria que de mí conservan me hace feliz. Su pensamiento me atrae, asisto a sus conversaciones, gozo con sus alegrías, sus penas me entristecen, pero no con esa tristeza ansiosa de la vida humana, porque comprendo que no son más que pasajeras y para su bien.


Me causa satisfacción el pensar que un día vendrán a esta morada afortunada donde se desconoce el dolor. Yo me dedico a que se hagan dignas de ella, me esfuerzo en sugerirles buenos pensamientos, y, sobre todo, la resignación que yo he tenido, conformándome con la voluntad de Dios. Tengo el mayor sentimiento cuando veo que retardan ese momento con su falta de valor, sus murmuraciones, la duda del porvenir, o con alguna acción reprensible. Procuro entonces apartarles del mal camino. Si lo consigo, es una gran dicha para mí, y todos nos regocijamos; si no lo consigo, me digo con sentimiento: “¡Siguen aún en el atraso!”, pero me consuelo pensando que no se ha perdido todo irremisiblemente.