EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo

Allan Kardec

Volver al menú
12. “Los demonios son puros espíritus y los condenados actualmente en el infierno pueden también ser considerados como puros espíritus, puesto que sólo su alma bajó allí, y sus huesos, hechos polvo, se transforman incesantemente en hierbas, en plantas, en frutas, en minerales, en líquido, pasando, sin saberlo, por las continuas metamorfosis de la materia. Pero los condenados, lo mismo que los santos, deben resucitar el último día y volver a tomar, para no dejarlo ya, un cuerpo carnal, el mismo cuerpo con que fueron conocidos entre los vivos. Lo que distinguirá a los unos de los otros será que los elegidos resucitarán en un cuerpo purificado y resplandeciente, y los condenados en un cuerpo manchado y disforme por el pasado. No sólo estarán ya en el infierno los espíritus puros, sino que habrá también hombres como nosotros.


“El infierno es, por consiguiente, un lugar físico, geográfico, material, porque estará poblado de criaturas terrestres, teniendo pies, manos, boca, lengua, dientes, oídos, semejantes a los nuestros, y sangre en las venas y nervios sensibles al dolor.


“¿En dónde está situado el infierno? Algunos doctores lo colocaron en el centro de nuestra tierra, otros no sé en qué planeta. Pero la cuestión no ha sido resuelta por ningún concilio, y no hay que atenerse, pues, sobre este punto, a conjeturas. La única cuestión que se afirma es que el infierno, esté donde quiera, es un mundo compuesto de elementos materiales. Pero un mundo sin sol, sin luna, sin estrellas, más triste, más inhóspito, más desprovisto de todo germen y de toda apariencia de bien, que no lo son las partes más inhabitables de este mundo, en el que pecamos.


“Los teólogos circunspectos no se arriesgan a describir, como los egipcios, los indios y los griegos, los horrores de aquella mansión. Se limitan a enseñarnos, como muestra, lo poco que la escritura revela de ella. El estanque de fuego y de azufre del Apocalipsis, y los gusanos de Isaías. Esos gusanos eternamente hormigueando sobre las podredumbres del Thopel, y los demonios atormentando a los hombres a quienes perdieron, y los hombres gimiendo con rechinamiento de dientes, según la expresión de los evangelistas.


“San Agustín no concibe que esas penas físicas sean simples imágenes de las penas morales. Ve un verdadero estanque de azufre, gusanos, serpientes reales, encarnizándose en todas las partes del cuerpo de los condenados, añadiendo sus mordeduras a las del fuego. Pretende, según un versículo de San Marcos, que aquel fuego extraño, aunque material como el nuestro, y obrando sobre cuerpos materiales, los conservará como la sal conserva las carnes de las víctimas. Pero los condenados, víctimas siempre sacrificadas y siempre vivas, sentirán el dolor de aquel fuego que quema sin consumir. Penetrará debajo de su piel, estarán impregnados y saturados de él todos sus miembros, y el tuétano de sus huesos, y las niñas de sus ojos, y las fibras más recónditas y más sensibles de su ser. El cráter de un volcán, si pudiera precipitarse en él, sería para ellos sitio de refresco y de descanso.


“Así se expresan, con toda seguridad, los teólogos más tímidos, los más discretos, los más reservados. Además, no niegan que haya en el infierno otros suplicios corporales. Dicen solamente que para hablar de ellos, no tienen el suficiente conocimiento, tan positivo al menos como el que fue dado del horrible suplicio del fuego y del asqueroso suplicio de los gusanos.


“Pero hay teólogos más atrevidos o más esclarecidos que hacen sobre el infierno descripciones más detalladas, más variadas y más completas, y aun cuando no se sepa en qué sitio del espacio el infierno está situado, hay santos que lo han visto. No fueron allí con la Lira en la mano, como Orfeo, o con la espada desenvainada como Ulises. Fueron transportados allí en espíritu. Santa Teresa es de este número.


“Parece, según la relación de la santa, que hay ciudades en el infierno. Dice que vio en él una especie de callejuela larga y estrecha como hay muchas en las poblaciones antiguas. Entró pisando con horror un terreno fangoso, hediondo, en el cual se agitaban y hervían monstruosos reptiles. Pero fue detenida en su marcha por una muralla que cerraba la callejuela. En aquella muralla había un nicho en el que Teresa se acurrucó, sin comprender cómo sucedió esto.


“Era, dice, el sitio que le estaba destinado, si abusaba, viviendo, de las gracias que Dios derramaba sobre su celda de Ávila. Aun cuando se introdujo con maravillosa facilidad en aquel nicho de piedra, no podía, sin embargo, ni sentirse, ni recostarse, ni tenerse en pie, y aún menos salir. Aquellas horrendas murallas la aplastaban, la envolvían, la estrechaban como si hubiera sido animadas. Le pareció que la ahogaban, que la estrangulaban y al mismo tiempo que la desollaban viva y que la hacían pedazos. Se sentía quemar y padecía a la vez toda clase de angustias. Ninguna esperanza de socorro, no había más que tinieblas, veía todavía, no sin estupor, la asquerosa callejuela en donde estaba alojada, con todo su inmundo vecindario, espectáculo tan insufrible para ella como la estrechez de su cárcel. (7)


“Esto no era, sin duda, más que un rinconcito del infierno: otras viajeras espirituales fueron más favorecidas: vieron en el infierno grandes ciudades ardiendo: Babilonia, Nínive y también Roma, sus palacios y sus templos abrasados y todos sus habitantes encadenados. El traficante en su despacho, sacerdotes reunidos con los cortesanos en salones de festines, aullando sobre sus asientos, de los que no podían desasirse, y llevando a sus labios, para apagar su sed, copas de donde salían llamas. Lacayos de rodillas en cloacas hirviendo, los brazos tendidos, y príncipes de cuyas manos caía oro derretido que resbalaba sobre ellos como la lava devoradora. Otros vieron en el infierno llanuras sin fin que labraban y sembraban labriegos hambrientos. Y como aquellas semillas estériles nada producían en aquellas llanuras regadas con sudor, se comían entre sí. Después, éstos, tan numerosos, tan flacos, tan hambrientos como antes, se dispersaban a bandadas en el horizonte y buscaban en vano y en punto lejano tierras mejores, los cuales eran reemplazados inmediatamente en los campos que abandonaban por otras colonias errantes de condenados. Hay quien vio en el infierno montañas llenas de precipicios, selvas gimiendo, pozos sin agua, fuentes alimentadas con lágrimas, ríos de sangre, torbellinos de nieve en desiertos de hielo, barcas de desesperados bogando por mares sin orillas. Se ha vuelto a ver allí, en una palabra, todo cuanto los paganos vieron: un reflejo lúgubre de la Tierra, una sombra desmedidamente aumentada de sus miserias, sus padecimientos naturales eternizados, y hasta los calabozos, las horcas y los instrumentos de tormento que nuestras propias manos fabricaron.


“Hay allí, en efecto, demonios que, para atormentar mejor los cuerpos de los hombres, toman ellos mismos otros cuerpos. Éstos tienen alas de murciélagos, cuernos, corazas con escamas, patas con uñas corvas, dientes agudos. Nos los enseñan armados de espadas, de garfios, de pinzas, de tenazas candentes, de sierras, de parrillas, de fuelles, de mazas, y haciendo durante la eternidad con carne humana el oficio de cocineros y de carniceros. Los otros, transformados en leones o en víboras enormes, arrastrando sus presas a cavernas solitarias. Algunos se transforman en cuervos para arrancar los ojos a ciertos culpables, y otros en dragones alados para cargarlos sobre sus lomos y llevarlos, espantados, sangrientos, gritando en los espacios tenebrosos, después dejarlos caer en el estanque de azufre. Aquí, nubes de langostas, de víboras y escorpiones gigantescos, cuya vista eriza, cuyo olor da náuseas, cuyo menor contacto da convulsiones. Allí, monstruos polífagos abriendo por todas partes bocas voraces, sacudiendo sobre sus cabezas disformes cabelleras de áspides, estrujando a los réprobos entre sus mandíbulas, chorreando sangre y vomitándolos molidos, pero vivos, porque son inmortales.


“Aquellos demonios con formas materiales, que recuerdan tan vivamente los dioses del Amenthi y del Tártaro y los ídolos que adoraban los fenicios, moabitas y los demás gentiles vecinos de la Judea. Aquellos demonios no obran al azar, cada uno ejerce sus funciones y su tarea. El daño que hacen en el infierno está en proporción al que inspiraron e hicieron cometer en la Tierra. (8)


“Los condenados son castigados en todos sus sentidos y en todos sus órdenes, porque ofendieron a Dios por todos sus sentidos y por todos sus órganos. Castigados de un modo, como golosos por los demonios de la gula; como perezosos, por los demonios de la pereza; como fornicadores por los demonios de la fornicación, y de tantos y tan variados modos como hay diferentes maneras de pecar. Tendrán frío aunque se abrasen y calor helándose. Estarán ávidos de quietud y de movimiento, siempre hambrientos, siempre sedientos, mil veces más fatigados que el esclavo al acabar el día, más enfermos que los moribundos, más quebrantados, más descoyuntados, más cubiertos de llagas que los mártires, y todo esto eternamente.



“Ningún demonio se cansa ni se cansará jamás de su horrenda tarea. Están todos, bajo este aspecto, bien disciplinados y dóciles para ejecutar las órdenes de venganza que recibieron. Sin esto, ¿qué sería del infierno? Los condenados descansarían, si sus verdugos llegasen a querellarse o a cansarse. Mas no hay descanso para los unos, querella entre los otros. Por malos y por innumerables que sean, los demonios se asisten desde una a otra parte del abismo, y jamás se vieron en la Tierra naciones más dóciles a sus príncipes, ejércitos más obedientes a sus jefes, comunidades monásticas más humildemente sumisas a sus superiores. (9)


“Además, apenas es conocido el populacho de los demonios, aquellos viles espíritus que componen las legiones de vampiros, de tiburones, de sapos, de escorpiones, de cuervos, de hidras, de salamandras y otros animales sin nombre, que constituyen la fauna de las regiones infernales. Pero se conocen y se nombran muchos de los príncipes que mandan en aquellas legiones, entre otros Belphegor, el demonio de la lujuria; Abaddan o Apoyllón, el demonio del asesinato; Belzebuth, el demonio de los deseos impuros o el maestro de las moscas que engendran la corrupción, y Mammón, el demonio de la avaricia, Moloch, Belial, Baalgad. Asturoth y tantos otros, y sobre ellos su jefe universal, el sombrío arcángel que en el cielo se llamaba Lucifer y que en el infierno se llama Satanás.


“He aquí en compendio la idea que nos dan del infierno, considerado desde el punto de vista de su naturaleza física y de las penas físicas que allí se sufren. Abrid los libros de los padres y de los antiguos doctores, interrogad nuestras piadosas leyendas. Mirad las esculturas y los cuadros de nuestras iglesias, prestad oído a lo que se dice en nuestros púlpitos, y aún oiréis muchas cosas más.”


__________________________________________
7. Se observan en esta visión todos los caracteres de las pesadillas. Es, pues, probable, que fuese un efecto por este estilo el que produjo en Santa Teresa.
8. ¡Singular castigo, en verdad, aquel que consistiría en poder continuar en mayor escala el mal que hubieren hecho en pequeño en la Tierra! Sería más racional que sufrieran ellos mismos las resultas de aquel mal, en lugar de tener la satisfacción de hacerlo padecer a los demás.
9. Aquellos mismos demonios, rebeldes a Dios para el bien, son de una docilidad ejemplar para el mal. Ninguno de ellos retrocede, ni se rezaga durante la eternidad. ¡Qué extraña metamorfosis se verificó en ellos, que fueron creados puros y perfectos como los ángeles!
¡Cuán extraño se hace verles, por ejemplo, de perfecta conformidad, armonía y concordia inalterable, mientras que los hombres no saben vivir en paz y se desgarran en la Tierra! Viendo el lujo de castigos destinado a los condenados y comparando su situación con la de los demonios, uno se pregunta: ¿Cuáles son más dignos de compasión? ¿Los verdugos o las víctimas?





13. El autor añade a este cuadro las reflexiones siguientes, cuyo alcance es fácil de comprender.


“La resurrección de los cuerpos es un milagro, pero Dios hace otro milagro dando a aquellos mortales, gastados ya por las pruebas pasajeras de la vida, aniquilados ya una vez, la virtud de subsistir sin disolverse, en un horno en el cual se evaporarían los metales. Que diga que el alma es su propio verdugo, que Dios no la atormenta, pero que la abandona en el fatal estado que ella escogió, esto puede en rigor comprenderse, aunque el abandono eterno de un ser extraviado y atormentado parezca poco conforme con la bondad del Creador. Pero lo que se dice del alma y de las penas espirituales no puede decirse de los cuerpos y de las penas corporales. No basta que Dios retire su mano. Es necesario, al contrario, que la manifieste, que intervenga, que obre, pues sin esto el cuerpo sucumbiría.”


Los teólogos, suponen, pues, que Dios, en efecto, después de la resurrección, aquel segundo milagro del cual hemos hablado. Retira, primero, del sepulcro que los había devorado, nuestros cuerpos de tierra, los saca de allí tal cual fueron sepultados, con sus enfermedades originales y las degradaciones sucesivas de la edad, de la enfermedad y del vicio. Nos los restituye en aquel estado decrépito, tiritando, gotosos, llenos de necesidades, sensibles a una picadura de abeja, marchitos para las señales de vida y de muerte, y éste es el primer milagro.


Después, a estos cuerpos deleznables, prontos a volver al polvo de que salieron, impone una propiedad que nunca tuvieron, y he aquí el segundo milagro. Les impone la inmortalidad, aquel mismo don que encolerizado, decid más bien en su misericordia, retiró a Adán al salir del Edén. Cuando Adán era inmortal era invulnerable, y cuando cesó de ser invulnerable, fue mortal: la muerte fue inmediata al dolor.


La resurrección no nos restablece las condiciones del hombre inocente ni las del hombre culpable. Es una resurrección de nuestras miserias solamente, pero con un recargo de otras nuevas, infinitamente más horribles. Es, en parte, una verdadera creación, la más maliciosa que la imaginación se haya atrevido a concebir. Dios cambia de parecer, y para añadir a los tormentos espirituales de los pecadores tormentos carnales que puedan durar siempre, varía de repente, por un efecto de su poder, las leyes y las propiedades asignadas por Él mismo, desde el principio, a los compuestos de materia. Resucita carnes enfermas y corrompidas, y uniendo con un nudo indestructible aquellos elementos que naturalmente tienen que separarse, mantiene y perpetúa, contra el orden natural, aquella podredumbre viviente, la echa al fuego no para purificarla, sino para conservarla tal como es, sensible, quejumbrosa, ardiente, tal como la quiere, inmortal.


Con este milagro se hace de Dios uno de los verdugos del infierno, porque si los condenados no pueden culparse más que a sí mismos de sus males espirituales, en recompensa, no pueden atribuir los otros más que a Dios.


Sin duda sería poca cosa abandonarlos después de su muerte a la tristeza, al arrepentimiento y a todas las angustias de un alma que siente haber perdido el supremo bien: Dios irá, según los teólogos, a buscarlos en aquella noche al fondo de aquel abismo. Los llamará por un momento a la luz del día, no para consolarlos, sino para revestirlos de un cuerpo asqueroso, ardiente, imperecedero, más apestado que la túnica de Dejanira, y entonces es cuando los abandonará para siempre.


Y aun así no los abandonará, puesto que el infierno no subsiste, así como tampoco la tierra y el cielo, sino es por un acto permanente de su voluntad, siempre activa, y todo desaparecería si cesase de sostenerlo. Tendrá puesta continuamente su mano sobre ellos para impedir que se apague el fuego y que su cuerpo no se consuma, queriendo que aquellos desgraciados inmortales contribuyan, por sus suplicios constantes, a la edificación de los elegidos.

14. Dijimos con razón que el infierno de los cristianos había sobrepujado al de los paganos. En el Tártaro se ve, en efecto, a los culpables atormentados por los remordimientos, siempre cara a cara de sus crímenes y de sus víctimas, agobiados por aquellos a quienes agobiaron viviendo. Se les ve huir de la luz que les penetra y procuran en vano ocultarse a las miradas que los persiguen, se rebaja y humilla el orgullo. Todos llevan el sello de su pasado, todos son castigados por sus propias faltas, hasta del extremo de que para algunos, basta entregarlos a sí mismos y se cree inútil añadir otros castigos. Pero son almas con un cuerpo fluídico, imagen de su existencia terrestre. No se ve allí que los hombres vuelvan a tomar su cuerpo carnal para sufrir materialmente, ni el fuego penetra bajo su piel para saturarla hasta los tuétanos, ni el lujo y el refinamiento de los suplicios que constituyen la base del infierno cristiano. Se hallan allí jueces inflexibles, pero justos, que proporcionan la pena a la gravedad de la culpa, mientras que en el imperio de Satanás, todo está confundido en los mismos tormentos, todo está basado en la materialidad: hasta la equidad está desterrada de allí.


Sin duda que tiene hoy la misma iglesia muchos hombres de buen sentido que no admiten esos hechos literalmente, viendo en ellos sólo alegorías que son necesario interpretar. Pero su opinión sólo es individual y no tiene fuerza de ley. La creencia en el infierno material con todas sus consecuencias no deja de ser aún un artículo de fe.

15. Se pregunta uno cómo puede haber personas que vieran en éxtasis esos sucesos, siendo así que no existen. No es éste el lugar de explicar el origen de las imágenes fantásticas que se producen a veces con las apariencias de la realidad. Diremos solamente que hay que ver en ello una prueba de este principio: que el éxtasis es la menos segura de todas las revelaciones, (10) porque aquel estado de sobreexcitación no es siempre resultado de un aislamiento del alma tan completo como pudiera creerse, y se encuentra en ellas, a menudo, el reflejo de preocupaciones de la vigilia. Las ideas que el espíritu acoge y cuyas huellas conserva el cerebro, o mejor dicho, la envoltura periespiritual correspondiente al cerebro, se reproducen amplificadas ópticamente bajo formas vaporosas que se cruzan y se confunden, y componen conjuntos disparatados. Los extáticos de todos los cultos vieron siempre cosas en relación a la fe de que estaban penetrados. No hay que maravillarse, pues, de que aquellos que, como Sta. Teresa, están muy imbuidos de las ideas del infierno, tales como las dan las descripciones verbales o escritas y los cuadros, tengan visiones que, propiamente dicho, no son más que su reproducción y causan el efecto de una pesadilla. Un pagano lleno de fe habría visto el Tártaro y las furias, como habría visto en el Olimpo a Júpiter con el rayo en la mano.

______________________________________
(10) El Libro de los Espíritus, n.º 443 y 444.