EL GÉNESIS LOS MILAGROS Y LAS PROFECÍAS SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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2. El tiempo, al igual que el espacio, es una palabra que se define a sí misma. Nos haremos una idea más justa si la relacionamos con el todo infinito. El tiempo es una sucesión de cosas, está ligado a la eternidad, de la misma forma que las cosas están unidas al infinito. Sólo por un momento imaginémonos en los días iniciales de nuestro mundo, en esa época primitiva en que la Tierra no se balanceaba aún bajo el impulso divino, en una palabra, en el comienzo de su génesis. El tiempo aún no ha emergido del misterioso regazo de la Naturaleza, no podemos saber en qué época de los siglos nos encontramos, ya que la balanza del tiempo no comenzó todavía a moverse. Pero, ¡silencio! En la Tierra solitaria suena la primera hora, el planeta se mueve en el espacio y se suceden la noche y el día. Más allá de la Tierra, la eternidad permanece inmóvil e impasible, aun que el tiempo corre también para los otros mundos. Sobre la Tierra, el tiempo reemplaza a la eternidad y durante una cantidad determinada de generaciones se contarán los años y los siglos. Ahora, transportémonos al último día de este mundo, a la hora en que doblegado por el peso de su propia vejez, desaparezca su nombre del libro de la vida para no reaparecer nunca más: aquí, la sucesión de hechos se detiene. Los movimientos terrestres que medían el tiempo se interrumpen y el tiempo termina junto con ellos. Esta sencilla exposición de los hechos naturales que originan el tiempo, lo alimentan y terminan por apagarlo, basta para mostrarnos dónde debemos ubicarnos para realizar nuestros trabajos. El tiempo es un gota de agua que desde una nube se precipita al mar y cuya caída es mensurable. Hay una relación directa entre la cantidad infinita de planetas y los tiempos diversos e incompatibles que existen. Fuera de los mundos, sólo la eternidad reemplaza a estas sucesiones efímeras y llena con la quietud de su luz inmóvil la inmensidad de los cielos. Inmensidad sin límites y eternidad sin fin: ésas son las dos grandes propiedades de la Naturaleza universal. El ojo del observador que atraviesa las distancias inconmensurables del espacio sin encontrar punto final, y el ojo del geólogo que camina hacia atrás las edades y desciende en las profundidades de la eternidad abierta, en la que se adentrarán un día, obran en conjunto, cada uno en lo suyo, para adquirir la doble noción del infinito: extensión y duración. Siguiendo este orden de ideas, nos resultará fácil comprender que el tiempo existe sólo en relación con las cosas transitorias y mensurables. Si tomamos los siglos terrestres como unidades y los apilamos unos sobre otros, de a miles, hasta formar un número colosal, veremos, sin embargo, que dicho número será más que un punto en la eternidad, al igual que miles de kilómetros unidos a miles de kilómetros no son más que un punto en la extensión. Así, por ejemplo, siendo que los siglos están fuera de la vida etérea del alma, podríamos escribir un número tan largo de ellos como el ecuador terrestre e imaginarnos envejecidos en esa cantidad de centurias y, sin embargo, nuestra alma no sería un solo día más vieja. Y si agregásemos a ese número indefinido de siglos una serie larga de números como de aquí al Sol, o mayor aún, y nos imagináramos viviendo durante la sucesión prodigiosa de períodos seculares representados por la suma de tales números, cuando llegásemos a esa cantidad la reunión incomprensible de siglos que pesarían sobre nuestras cabezas nada serían, y siempre tendríamos la eternidad entera delante nuestro. El tiempo no es más que una medida relativa de la sucesión de cosas transitorias. La eternidad no es susceptible de ninguna medición, desde el punto de vista de la duración. Para ella no hay comienzo ni fin: todo es presente. Si los siglos y siglos son menos que un segundo en relación con la eternidad. ¡qué será la duración de la vida humana!