EL GÉNESIS LOS MILAGROS Y LAS PROFECÍAS SEGÚN EL ESPIRITISMO

Allan Kardec

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2. Sin prejuzgar acerca de la naturaleza de Cristo, cuyo examen no está incluido en el objeto de esta obra, y a partir de la hipótesis que lo considera apenas un Espíritu superior, no podemos dejar de reconocer que Él es uno de los Espíritus del orden más elevado, que por sus virtudes se encuentra muy por encima de la humanidad terrestre. A consecuencia de los inmensos resultados que produjo, su encarnación en este mundo ha sido, forzosamente, una de esas misiones que la Divinidad sólo confía a sus mensajeros directos, para el cumplimiento de sus designios. En el supuesto de que no fuera el propio Dios, sino un enviado de Dios, para transmitir su palabra a los hombres, Jesús ha sido más que un profeta, porque Él ha sido un Mesías divino.


Como hombre, tenía el organismo de los seres carnales, pero como Espíritu puro, desprendido de la materia, vivía más la vida espiritual que la vida corporal, cuyas debilidades no padecía. La superioridad de Jesús con relación a los hombres no era el resultado de las cualidades particulares de su cuerpo, sino de las de su Espíritu, que dominaba a la materia de un modo absoluto, y de la cualidad de su periespíritu, extraído de la parte más quintaesenciada de los fluidos terrestres. (Véase el Capítulo XIV, § 9.) Su alma no se encontraba prisionera del cuerpo más que por los vínculos estrictamente indispensables. Constantemente desprendida, ella le otorgaba la doble vista no sólo permanente, sino de una penetración excepcional, muy superior a la que poseen los hombres comunes. Lo mismo debía de darse en Él con relación a los fenómenos que dependen de los fluidos periespirituales o psíquicos. La calidad de esos fluidos le confería un inmenso poder magnético, secundado por el deseo incesante de hacer el bien.


¿Actuaría como médium en las curaciones que producía? ¿Se lo podría considerar un poderoso médium curativo? No, puesto que el médium es un intermediario, un instrumento del que se sirven los Espíritus desencarnados. Ahora bien, Cristo no precisaba asistencia; Él era quien asistía a los demás. Obraba por sí mismo debido a su poder personal, como en ciertos casos pueden hacerlo los encarnados, en la medida de sus fuerzas. Por otra parte, ¿qué Espíritu osaría infundirle sus propios pensamientos y le encargaría transmitirlos? Si acaso Él recibía algún influjo ajeno, este sólo podría provenir de Dios. Según la definición dada por un Espíritu, Jesús era médium de Dios.